Los hombres de lapislázuli

¿He sido despojado de joyas que me pertenecen?

José Luis Ontiveros
Columnas
Son criaturas de los desfiladeros azulados
Foto: Internet

A partir de la geomancia procuro alejarme de los excursionistas. Lo hago con pesar: el criollaje chileno, los vestigiales selknam, el núcleo nórdico que me había acompañado, más un designio poderoso e inexplicable, me obligan a abandonarlos.

Pienso que no quiero contaminarlos con los harapos fétidos que traigo uncidos al hombre viejo del que no logro desasirme, si bien lo he intentado con sinceridad. Me he librado de la ostentación o más bien: ¿he sido despojado de joyas que me pertenecen? Uno siempre trata de construir justificaciones, aun en la demolición del ser.

Me asalta la idea de velar las armas como caballero legionario, si bien son un bordón y un facón para cortar la carne y dirimir justas de honor; el facón largo de los gauchos, semejante a una bayoneta, que me fuera vendido en el lejano Bariloche por un gaucho de ojos azules y sombrero negro que pone su puesto cerca de la plaza mayor, donde a veces se me han cubierto los ojos de lágrimas, pues intuyo que a mi regreso, más allá de Santiago, solo me espera la soledad, si bien atemperada por mi perro Tin Tan.

Me pongo en camino con la mochila que ahora me parece más pesada. ¿Serán esas pequeñas piedras recogidas en el borde del Melimoyu —más cargadas de un futuro nefasto— las que se me hacen tan plúmbeas?

La noche es luminosa y no tengo que poner la casa de campaña, esa que comprara hace años en el Rastro en Madrid. Me recojo bajo cedros, que deben formar parte de un bosque milenario, y no teniendo sueño clavo el facón en el centro de mi pasado, como queriendo asentar una puñalada mortal a los desvíos y errores de mi vida anterior. ¿O será que esta volverá como el alma infectada que me fue señalada por el chamán?

Criaturas

Dormito un poco y siento un agostamiento de lo que he sido, de lo rescatable para unos y lo que es una maldición para otros, el binomio amigo-enemigo. Presiento que voy a dejar de escribir, un don que ha formado parte de mi vida, en que solo he sido un medio de poderes invisibles cuando he tenido algo que decir, no escribir por escribir como los profesionales de las sinecuras, de aquellos que según Jorge Ibargüengoitia escriben como las gallinas ponen huevos, páginas interminables e insustanciales, preciosistas o vulgares.

“¿De dónde venía, de qué lugar procedía su evolución, su magnífico equilibrio y su sentido del drama?”, me pregunta una voz que alcanzo a percibir.

La luna recoge su destello en el facón y veo de pronto siluetas azules destellantes que se acercan. No tengo tiempo para una retirada, ya están en los árboles en que me refugio, y su rostro de piedra dorada que fulgura muestra el azur de su sangre de rodajas de cielo. Son los hombres de lapislázuli, aquellos sobre quienes me comentara una señora burguesa encargada de una tienda de anillos, cadenas y collares en el aeropuerto de Chile, con la que he conversado en la madrugada —quien se fascina por un anillo de lapislázuli como usted sepa que encontrará a sus autores—.

Habían llegado y tocaron con sus manos azules el facón que espejeó un azul concentrado sobre la luz ya mortecina de la luna. Al mirarme me calman y me renuevan.

Son criaturas de los desfiladeros azulados con matices del mar profundo o yacimientos ocultos, cuando uno ya no camina por las sendas de esta tierra. Y uno de ellos me dice: “Escribirás hasta que mueras” y me toca con su azur de piedra el corazón. Me levanto y los hombres de lapislázuli se van fundiendo en la montaña donde refulgen sus tonos intensos, del azul que brilla en las alturas.