Peñón de leyenda

El desfile llegaba invariable, intacto, ritual, cada semana. Los martes, para más señas. 

Alberto Barranco
Columnas
El legendario Peñón de los Baños
Foto: Especial

El desfile llegaba invariable, intacto, ritual, cada semana. Los martes, para más señas. El pedazo de tropa marchando con un tropel de cobijas que se desplegaban en papel de “casita” para preservar las intimidades de don Manuel Romero Rubio, cuya carga de reumas volvía infame la ascensión al cerrito de Tepetzongo.

El suegro del presidente Porfirio Díaz en comunión con el milagro de las aguas prodigiosas que brotaban del lugar donde Huitzilopochtli venció a su sobrino Copil y le arrancó el corazón.


La sangre hizo hervir el líquido.

Consagrado al anhelado milagro a fuerza de repetir devotamente el rito, don Manuel ordenaría la reconstrucción de los baños termales del lugar, a donde el pueblo llegaría en dolientes caravanas una y otra vez.


Para entonces, sin embargo, las curaciones milagrosas contra la anemia, la esterilidad, la hidropesía incipiente, los males cutáneos y el reumatismo ya eran viejas.

La primera vez, previo permiso del rey de España, Carlos V, fue el capitán Nuño de Guzmán quien se bañaba largas horas en el chorrito de agua salinitrosa y ácida para curar los males de su cuerpo.

Antes de ello el Cerro del Peñón, el Peñón de los Baños, el Tepetzongo o “Pequeño volcán” en náhuatl, servía de faro a las embarcaciones que navegaban con proa hacia la ciudad imperial de México-Tenochtitlán.

Consuelo

Durante siglos sería punto de partida para los pescadores de juiles, charales, ajolotes y hueva de mosco, conocida como ahuautle, a la que se cocinaba en tortas con huevo de gallina.

Hasta el siglo XIX el manjar cobijaba el platillo conocido como “revoltillo” o revoltijo.

De ahí partían las pateras a cazar de madrugada para desplumar y enchilar las aves y venderlas por las callejuelas de la Nueva España por la tarde.

La posibilidad alcanzaba también a las chichicuilotas, apipisca y gallinotas.

Y el 5 de mayo, a partir de 1862, el Peñón de los Baños, su capilla franciscana dedicada al Cristo Morenito de Tepetzingo, Señor del Peñón o Cristo de la Salud, se estremecía al fragor de los cañones al remedo de la batalla de Puebla.

Zacapoaxtlas contra suavos en las armas nacionales se han cubierto de gloria.

El verdadero escándalo, sin embargo, llegaría cuando los llanos del Peñón se convirtieron en pista de carreras en la que pilotos suicidas corrían a 20 kilómetros por hora.

La escena le aplanó las pistas al aeropuerto Benito Juárez, del que alguna vez se escapó una colosal nave para estrellarse en la faldas del peñón.

El milagro es que aún está viva la descripción de la marquesa Calderón de la Barca en 1843: “Un cuadro de edificios bajos con una iglesia. En cada edificio cinco o seis baños en cuartitos separados. El camino para llegar ahí es una llanura triste”.

El consuelo de los afligidos.