Dos niños guatemaltecos abandonados y rescatados en México

Un niño que no conoce el nombre del pedazo de tierra donde nació ni el de la mujer que le dio vida y nadie sabe exactamente cuántos años tiene. Y lo que más recuerda de su padre es que lo regaló a un circo.

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Bienestar
No hay infraestructura para atender a los niños migrantes
Foto: NTX

Esto es lo que me encuentro en la sala de espera del internado: un niño que no conoce el nombre del pedazo de tierra donde nació ni el de la mujer que le dio vida y nadie sabe exactamente cuántos años tiene. Y lo que más recuerda de su padre es que lo regaló a un circo.

Es Gustavo, a quien llamaremos así por motivos de seguridad. Es guatemalteco y vive en la capital mexicana. Él dice que tiene 12 años, aunque sus documentos migratorios marcan 13. Para cuando hablé con él, estudiaba el cuarto grado de primaria en el Internado Infantil Guadalupano, ubicado al oriente de la Ciudad de México. Ahí vive, come y estudia desde enero de 2011, cuando lo trasladaron de un albergue del DIF estatal de Tapachula, Chiapas.

– No recuerdo cómo se llamaba mi mamá. Se murió cuando estaba chico –me dice mientras se lleva las manos al rostro moreno y mira hacia ningún lado del edificio administrativo. Viste de pants y lleva una playera deportiva Nike, color naranja. Luce sano. Es delgado. Piensa las respuestas pero tiene un lenguaje bien articulado. Habla con seguridad.

Antes de cumplir 6 años, su padre lo regaló igual que a 3 de sus hermanos mayores. Él fue a parar a un circo. Otro hermano se quedó a vivir con la abuela, allá en Guatemala, y el menor falleció. Suspira antes de soltar cualquier respuesta sobre su vida, la que empieza en su memoria después de la muerte de su madre.

Durante 4 años, por los menos, deambuló de una ciudad a otra en su país. Escapó y vivió en las calles de varios pueblos durante dos años, hasta que atravesó la frontera con México y llegó a Tapachula en 2010. Ahí se “entregó”, como califican los migrantes centroamericanos el acercarse a las estaciones migratorias para pedir ayuda.

Las autoridades lo trasladaron al albergue del DIF estatal ubicado en esa ciudad. Comía poco, pero diario, a diferencia de sus años en la calle. Había pedagogas que lo atendían, aunque no todos los días. El lugar no contaba con los recursos ni la infraestructura necesaria para atender a un niño de 11 años que proviene de un país con elevados índices de pobreza y violencia. Por eso el gobierno pidió la ayuda de una institución de beneficencia privada, para que ésta recibiera a Gustavo en sus instalaciones.

El Estado mexicano garantiza, desde 2011, la protección de los derechos humanos de los migrantes y el acceso a la salud y a la educación. La Ley de Migración aprobada por el Senado de la República contempla todo eso, pero existe un inconveniente: el Estado no generó la capacidad para que la ley cumpla sus objetivos con los menores migrantes. De ahí que el DIF nacional o los símiles estatales se apoyen en asociaciones civiles como el propio Infantil Guadalupano o Casa Alianza para atender a esa población.

La Ley publicada el 25 de mayo de 2011, en el artículo 2, señala que recibirán atención especial “grupos vulnerables como menores de edad, mujeres, indígenas, adolescentes y personas de la tercera edad, así como a víctimas del delito”. Más adelante, en el artículo 29, se dice que “corresponde al Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia, a los Sistemas Estatales DIF y al del Distrito Federal proporcionar asistencia social para la atención de niñas, niños y adolescentes migrantes no acompañados que requieran servicios para su protección”.

Para atender este flujo de niños centroamericanos, el DIF nacional coordina una Red de Módulos y Albergues de Tránsito. Hay sólo 8 módulos y un albergue distribuidos en las ciudades sureñas de Acayucan, Veracruz; Juchitán, Oaxaca; Tenosique, Tabasco, y Tapachula, Chiapas. Para atender a los niños mexicanos que Estados Unidos deporta a nuestro país, existen 33 módulos y albergues a lo largo la frontera norte, en los estados de Coahuila, Sonora, Chihuahua, Nuevo León y Tamaulipas. Los lugares son manejados por los sistemas estatales del DIF. La diferencia numérica es significativa.

“No hay albergues especializados que reciban, que atiendan, a estos menores que están llegando en cantidades muy grandes a nuestro país y que vienen enfrentando situaciones muy difíciles que requieren de una atención más específica y más especializada”, reconoció Salvador Beltrán del Río, entonces Comisionado del Instituto Nacional de Migración, en octubre de 2012 durante la Semana Nacional de Migración.

En eso coincide el encargado de la salud física y mental de los niños que viven en el Infantil Guadalupano, Miguel Ángel García González: “México como país no cuenta con las instituciones para atender a este tipo de niños (…). México no está preparado para atender a esta población“. Fue él quien, por petición del DIF, acudió a Tapachula en septiembre de 2011 para revisar a Gustavo y comenzar los trámites para su traslado al centro del país.

“(Los niños) no recibían ningún tipo de atención mental dentro del albergue. Lo único es que les daban algún tipo clases con algunas maestras (…). Como yo fui en el puente del 15 de septiembre y en aquel año el puente fue casi a media semana, no había personal. Entonces cuando yo preguntaba dónde está el personal especializado y me decían ‘es que como hubo puente no vinieron a laborar’”, comentó el especialista del Infantil Guadalupano.

El artículo 112, fracción IV, de la Ley de Migración, establece al respecto: “Personal del Instituto, especializado en la protección de la infancia, capacitado en los derechos de niñas, niños y adolescentes, entrevistará al niño, niña o adolescente con el objeto de conocer su identidad, su país de nacionalidad o residencia, su situación migratoria, el paradero de sus familiares y sus necesidades particulares de protección, de atención médica y psicológica”.

Debido a la falta de atención especializada, las autoridades deben acudir a otro tipo de instituciones para insertar a los niños que se quedan en el país. A esto es necesario sumar las carencias materiales que padecen los albergues estatales. Por ejemplo, en el albergue de Tapachula, donde Gustavo pasó algunos meses después de haber llegado al INM, la falta de recursos se nota hasta en la dieta o, mejor dicho, sobre todo en la dieta.

“El albergue en Tapachula sí está en situaciones complicadas. La alimentación que les dan... La cena que vi fue muy raquítica, un vaso de leche y un pan. Eso fue toda la cena. Y al otro día el desayuno fue un vaso de atole y una sincronizada (…)”, narra García González. Por cierto, la fracción II del artículo 107 de la Ley de Migración señala que “las personas con necesidades especiales de nutrición como niñas, niños y adolescentes, personas de la tercera edad y mujeres embarazadas o lactando, recibirán una dieta adecuada” en las estaciones migratorias.

Gustavo no tenía el objetivo de cruzar hasta Estados Unidos ni de laborar en México ni de buscar a su familia. Era sólo un niño que deambulaba por las calles de Guatemala y en una de esas llegó a México. Su situación no es distinta a las del otro menor con el que hablé en el Internado Infantil Guadalupano. Para reservar sus datos personales, lo nombraremos Adolfo. Él ingresó al país por el “puente”, como llaman al procedimiento legal de ingreso. Su padre tenía permiso temporal de trabajo en Chiapas, así que no tuvieron problema alguno para cruzar.

Tiene 11 años. Vivió hasta los 8 en la comunidad de San Marcos, en Guatemala, ubicada a unas tres horas de la frontera con México. Estudiaba en la escuela Caserío Independencia. Es el tercero de cuatro hermanos. Sus padres tuvieron que salir del pueblo por la inseguridad que sufre la región. Son desplazados. Hace tres años cruzaron y su padre llegó hasta Virginia, Estados Unidos. Él, su hermano menor y su madre se quedaron en Tapachula. Un día, en el mercado de la ciudad, ella le dijo que la esperara un momento, que no tardaba, y ese momento ya suma tres años.

Personal del DIF Estatal lo encontró y llevó con las autoridades migratorias, quienes le dan la calidad de refugiado debido a las condiciones de pobreza e inseguridad que hay en su comunidad de origen.

– Es un pueblito de calles empedradas. Hay muchos robos. Una vez, con un primo, vimos cómo Los Maras, que se juntan afuera del pueblo, se pelearon. Pero él me dijo que mejor nos fuéramos –narró Adolfo, más bajito que Gustavo, más moreno y más serio. No ha vuelto a saber de sus padres ni de sus hermanos. No quiere regresar a Guatemala. Cuando en Migración le preguntaron si quería quedarse en México, él no lo dudó y dijo que quería estudiar. Ahora quiere ser abogado y mecánico al mismo tiempo.

Cuando comenzó la discusión sobre la reforma migratoria en México, en el año 2000, la migración de menores de edad era prácticamente sólo de tránsito hacia Estados Unidos, donde deseaban establecerse para trabajar y elevar su nivel de vida. Con el endurecimiento de las leyes migratorias de aquel país y con la crisis económica de 2008, aumentó el desplazamiento por motivos de reencuentro con los padres que ya vivían del otro lado del Río Bravo. Ahora, hay menores que simplemente escapan de la violencia de Centroamérica. Estas modificaciones cualitativas en el flujo migratorio obligan a redefinir el problema o, por lo menos, a precisarlo en sus diversos matices. Y México no lo ha hecho.

Epílogo o de cómo sobrevivir al Estado

Gustavo y Adolfo se conocen desde su estancia en el albergue de Tapachula. Los dos llegaron los primeros días de 2011 al Infantil Guadalupano. Son amigos, comparten un trozo de desmemoria y otro de ansias de futuro. Apenas recuerdan Guatemala y ninguno quiere regresar a ella. A uno le gustan las matemáticas y a otro la historia y los carros. Los dos cursan el cuarto grado de primaria.

– ¿Qué hacen en sus ratos libres o los fines de semana? –pregunto.

– Jugamos –responde Adolfo.

– ¿Qué juegan? –les pido que precisen.

– Los sábados jugamos futbol en un torneo contra otras escuelas –explica Gustavo siempre con la mirada fija. En eso se parece Adolfo, ambos tienen los ojos puestos en no se sabe qué.

– Me dijeron que jugaban americano –les digo.

– Sí, pero ahorita apenas empezaron los entrenamientos –comenta Gustavo, quien jugará como corredor para el equipo de Pumitas.

– La temporada pasada jugamos en Vaqueritos (el club de Xochimilco), llegamos hasta la semifinal, pero perdimos contra Redskins. Yo juego de corner –me dice Adolfo con cierto orgullo y, por primera vez en toda la conversación, suelta una sonrisa.

El club Vaqueritos se acercó al Internado Infantil Guadalupano para ofrecer becas deportivas a algunos de los estudiantes. Los dotaron de uniforme y equipo y los eximieron del pago de cuotas. Los dos niños guatemaltecos fueron seleccionados. Pero cambió la administración del equipo, sólo se conservaron cuatro becas y el resto tuvo que cambiar de equipo.

Termino la conversación cuando ellos cuestionan para qué tanta pregunta. Se despiden de mano, bajan las escaleras y corren. Se nota la condición de jóvenes atletas, en pocos segundos atraviesan el patio hasta el salón de artes plásticas del Internado Infantil Guadalupano, una asociación civil que depende económicamente de la Universidad del Tepeyac y de los donativos ciudadanos.

Gustavo y Adolfo irán a su clase de pintura esa mañana de diciembre con los recursos que el Estado mexicano no fue capaz de darles a pesar de que se lo propuso con la Ley de Migración de 2011.