Diabolización y Drieu

José Luis Ontiveros
Columnas
La  falta de precisión en el empleo usual del término fascista puede ser constatada por cualquiera que no abdique del espíritu crítico.
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En estos Ensayos políticos y otras notas sobre los que me he compenetrado, leo la aguda reflexión de Drieu respecto de la descalificación ontológica de su postura: “Nunca en mi estudio de las ideas políticas he visto una deformación mayor que el término fascista; tanto en la concepción de Gentile y el hegelianismo de derecha como en otras definiciones para mí más acertadas, al parecer existe un empeño en destruir todo concepto que se refiera a su verdadero sentido y se emplea por almas torcidas como la de Sartre y otras de la inteligencia estúpida —cuando ya era muy clara la derrota del Eje— a modo de la máxima denigración posible”.

Hay una recomendación precisa de René Guénon, maestro de la Tradición Primordial, presente en Drieu: “Siempre que se quiera restituir a un vocablo la plenitud de su sentido propio y su valor original, hay que acudir a las fuentes de la doctrina y no a una tergiversación sistemática y artera”.

En cuanto a la demonización ubicua de su significado, mi maestro Rubén Salazar Mallén, ese anarquista inclasificable, destaca la imprecisión y reduccismo bumerang que tiene la palabra maldita fascista. En su estudio sobre el Estado corporativo fascista resulta muy singular que, desde la mitad del siglo pasado y de la Segunda Guerra Mundial, se siga empleando como sinónimo de brutalidad, ignorancia, estupidez, cerrazón o con versiones sanguinolentas y tremendistas, pues al final de todo, ¿quién puede ser peor que un fascista…?

Nótese que nunca se hace referencia a su corpus ideológico sino a un tipo de moralina entre los buenos y los malos. Drieu marca: “De tal forma, que para esta tendencia de la ambigüedad tramposa el fascismo es antes que nada una desviación moralista, no una idea a debatir. Una condena, no un juicio”.

Infamia

Sobre el tema, abunda: “No me extraña que Sartre, indispuesto para las mujeres por su fealdad y su vileza, haya estrenado en París su obra Las moscas bajo la protección alemana de la Propaganda Staffel —en 1942— y publicado su ilegible El ser y la nada —en 1943—. Nadie lo recuerda. ¿Sartre sólo oía las marchas alemanas o ya se colocaba para la victoria del Eje?, pregunta burlón Drieu. A ello hay que agregar su acuñamiento estrábico de la frase homicida “todo fascista es un criminal”, que provoca luego torrentes de sangre, y su negación a sumarse a la petición de indulto, cuando De Gaulle, el títere de Inglatrerra, decide el fusilamiento del poeta de los Fresnos y gran historiador del cine galo Robert Brasillach, quien en el Ejército francés lucha contra la invasión alemana. Sartre es la historia condensada de la infamia.

Toca, así, un punto muy importante en cuanto a la terminología y la semántica política, pues no existe una mayor diabolización que llamar a alguien fascista o islamofascista (algo muy actual y protervo), aunque no tenga nada que ver ni ningún nexo con la doctrina fascista o tenga claras reservas al respecto.

Tenemos por ello muy variados “fascistas”: los que desayunan bebés limpiecitos, los de un radicalismo retórico y los que regañan a “los niños que se hurgan las narices”, como dice Gogol. Drieu tiene a su favor la decisiva prueba de la muerte: “Amo el fascismo por su afirmación de la naturaleza, por lo social y lo europeo. Soy un hereje de la edad moderna. Me parece que la concentración de odio contra el fascismo puede ser semejante al nacimiento de las relaciones que determinan el mundo. La ‘gracia’ reside en cambiar a tiempo de chaqueta. Entre los intelectuales proliferan los trepadores, arribistas, amorfos… pero, ¡ay de los fascistas! A ellos sólo les espera el repudio, el paredón o adelantarse al oprobio con el suicidio”. Tal como hizo Drieu.

La falta de precisión en el empleo usual del término fascista puede ser constatada por cualquiera que no abdique del espíritu crítico. Y agrega Drieu: “No existe en el debate la pulcritud dialéctica de precisar los términos de la discusión; nadie se atreve a discernir si al final de cuentas el fascista tiene alma o carece de ella. Vivimos una edad sombría en que no se apega ningún discutidor, en una sociedad discutible, al punto mismo de lo que afirma”.

En lo particular he sido objeto de diversas “incomprensiones” por escribir sobre escritores heterodoxos, o serlo yo mismo. Se me censura lo que la ignorancia demoniza como fascismo, en su catálogo de caricaturas delirantes. Mas como Nietzsche: “He aprendido a reír”.