Feudalismo financiero

Guillermo Fárber
Columnas
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Foto: Images Money/Creative Commons

Había una vez un sistema social llamado feudalismo. Era una forma de organizar la sociedad jerárquicamente. Había muchas variantes, pero esencialmente todas eran piramidales. Descritas en forma muuuy simplificada, en su cúspide había un mandamás indiscutible (rey, príncipe, emperador, faraón, sultán, tlatoani, califa) y a su alrededor un grupito de influyentes intrigantes que competían por la mente del mandamás (cortesanos, sacerdotes, mandarines, visires).

En el feudalismo que mejor conocemos, el europeo, la condición de los nobles era hereditaria (reyes, príncipes, condes, duques, barones, marqueses). Una curiosa excepción era la Iglesia católica, cuya estructura era mucho más avanzada: la calidad de Papa, cardenal y obispo no era generalmente hereditaria, sino electiva o en todo caso selectiva. La ubicación de estos nobles en la pirámide estaba rígidamente establecida (duque mata marqués, etcétera). Debajo de ellos estaba el pueblo llano. Campesinos y artesanos, básicamente, con derecho (hereditario también) a cultivar un determinado pedazo de tierra o a ejercer determinado oficio.


Este sistema era muy rígido, pero a la vez asombrosamente estable y resistente, y se perpetuaba a sí mismo con obligaciones tradicionales de ida y vuelta. Los tributos fluían de abajo hacia arriba, y los favores, privilegios y protección de arriba hacia abajo. Su fuente esencial era la tierra y otros recursos renovables, todos ellos en última instancia nutridos por una energía primordial: la del sol.

The skull is the limit


En el feudalismo la riqueza derivaba esencialmente de la tierra. Tenía, pues, estrictos límites interconstruidos al crecimiento poblacional: hambrunas, guerras, pestes. Era un sistema suma cero en el que la emigración o las eventuales conquistas territoriales solo brindaban alivios temporales.

Pero surgió una cosa llamada capitalismo y todo cambió. El detonante de ese cambio radical fue el descubrimiento y la explotación sistemática de recursos no renovables para generar energía aprovechable. Básicamente, los combustibles fósiles: primero turba y carbón, luego petróleo y gas. De pronto, la capacidad productiva dejó de depender de la disponibilidad (por fuerza limitada) de tierra y luz solar, y se sintió (y aún se siente) proyectada al infinito.

Este fenómeno se llamó Revolución Industrial. Apenas está cumpliendo dos siglos y lo disparó todo exponencialmente: población, producción, riqueza, infraestructura. Esa nueva forma de organización social dejó de valorar la tierra como única deidad, para cambiar de ídolo. Ahora lo sería el dinero.

Luego apareció otro invento, tan gigantesco y mágico que todavía no alcanza a ser percibido por casi nadie: el dinero fíat. O sea, ese sustituto virtual que hoy tomamos como sinónimo de riqueza real. Un sustituto etéreo, salido del aire por artes de prestidigitación, respaldado por nada y creable al infinito por pura voluntad como deuda redimible en un porvenir siempre distante. Ese maravilloso invento prometía algo jamás antes propuesto: que el futuro sería siempre mayor y mejor.

En esa promesa nacimos y crecimos quienes hoy estamos vivos. Y esa es la promesa que hoy naufraga sin remedio. Por eso las convulsiones agónicas son cada vez más alarmantes.