Veladoras de Santa

Alberto Barranco
Columnas
Veladoras de santa
Foto:Davide Novelo/ Creative Commons

Santuario de los desvelados, relicario de las penas en el alma, ex voto de las traficantes de placer, consuelo de los afligidos, refugio de los pecadores, las Veladoras de Santa fue durante 20 años el último jirón de la noche en el México viejo.

El retablo de los milagros. El Ave María Purísima de la Liga de la Decencia.

Santa, santita, ruega por nosotros.

El espectáculo se repetía una y otra vez al ritmo de las ansias del respetable. Alineados en una mesa mugrienta los vasos esperaban la sentencia implacable: ¡Fuego! Y la danza de llamas iluminaba el cuchitril.

¡Salen seis veladoras calientitas!

Enclavado en el callejón de Cuauhtemotzin, la zona más sórdida del Barrio Latino en el confín sur del viejo San Juan de Letrán, el establecimiento hervía entre guitarras, poemas, pieles, sacotes con hombreras, pistolas al cinto, tejanas y pantorrillas desnudas.

Ahí estaba la madame más famosa en aquel jolgorio de los treintas y cuarentas, Marina Aedo, alias Graciela Olmos, alias La Bandida, tejiendo historias de políticos urgidos de cerrar la casa y agotar la última botella de coñac.

Ahí llegaban, en procesión de fiesta, las últimas parejas que vomitaba la tanda final de danzón del Salón México; los artistas, locutores y cantantes del cercano teatro Politeama, encabezados por el maestro Agustín Lara.

Y a veces El Flaco de oro llevaba del brazo a María Bonita, valla al calce del enjambre de noctámbulos, para escuchar la guitarra mágica de Claudio Estrada y su inmortal creación Contigo.

El consentido de la dueña. El hijo postizo de Santita.

En el remolino, expectantes a la poción mágica del “té con a”: tecito de canela con jarabe de frutas y un chorrito del alcohol puro al que rebajaba el fuego, la plática sabrosa del maestro Salvador Novo, las picardías de Diego Rivera, la crónica de la faena por el matador que enloqueció al Toreo de la Condesa.

Y los tríos llorando lágrimas del alma.

Tragedia

De pronto, a la disputa de una callejera, se desnudaban las pistolas, brillaban los puñales y temblaban las veladoras… hasta que llegaba Santita en reclamo de respeto a su alta investidura.

Al local de las Veladoras de Santa, cobijado el escenario bajo el marco del motejado como Barrio Latino, lo ceñía un cinturón de perdición. Ahí los centros nocturnos El Viejo y el Nuevo Jalisco, El Faro, El Papagayo…

Sobre la calle de San Miguel, hoy Izazaga, El Habana, Las Brujas, La Peña, aderezada la fiesta en este último con el violín del maestro Elías Breeskin, antes de ser el suegro de todos.

Y en una carpa relumbrosa levantada en las calles de Aldaco debutaría una jovencita de brillantes ojos verdes y ondulantes danzas exóticas conocida como Tongolele.

Y como preámbulo del burlesque del Teatro Apolo, función de medianoche, butacas repletas, los “chocolates” del puesto de la esquina de San Juan de Letrán y la Plazuela de las Vizcaínas. Leche Nestlé, cocoa… y alcohol del 96.

La tragedia llegó cuando El Regente de hierro, Ernesto P. Uruchurtu, el aguafiestas del México viejo, el verdugo del Tívoli, mandó cerrar el templo.

Se me van con su música a los caldos de Indianilla.