La encrucijada educativa

Juan Gabriel Valencia
Columnas
Emilio Chuayffet
Foto: NTX

La aprobación de una ley o conjunto de leyes jamás significa la clausura de una etapa histórica previa y mucho menos el corte del listón inaugural de una nueva etapa cuya aplicación entra en vigor de inmediato el día de su promulgación. Puesto de otra forma, para que una ley funcione se requiere de un trabajo jurídico que desmonte el marco normativo anterior y trabajo político-administrativo que garantice condiciones para su vigencia.

Si se pierde eso de vista, la tan llevada y traída reforma educativa no estará en funcionamiento en un plazo razonable.

Hay que recordar algunos de los dislates del Estado mexicano a lo largo de su mal llamada hazaña educativa en el siglo pasado y en consonancia con la ideología de la Revolución Mexicana y de su partido dominante.

El magisterio nacional, a partir de los treintas y cuarentas, se convirtió en un instrumento de enseñanza básica, a la vez que una herramienta de adoctrinamiento de las nuevas generaciones frente a las resistencias de segmentos de población todavía opuestos a los lineamientos sociales y económicos de una revolución que, ya no armada, seguía en marcha.

A cambio, con lógica política incuestionable se le otorgó al magisterio y a su organización social una serie de atribuciones cuya validez funcional desde un punto de vista educativo, en estricto sentido, era cuestionable y que con el paso del tiempo se hizo inaceptable. Son los casos, por citar algunos de ellos, del control del sindicato sobre el escalafón y el pase automático de los egresados de las normales públicas a la docencia impartida por el Estado mexicano en base al artículo tercero constitucional.

Con el paso del tiempo esas prácticas devinieron en lo que en la URSS de Stalin se hizo en parte un chiste y en parte una realidad, una forma de estajanovismo: haces como que trabajas y hago como que te pago.

A prueba

Esa subcultura de un segmento importante de los maestros de educación pública en México no se concluyó con la reforma educativa, en primer lugar, porque evadió el problema; en segundo, porque un hábito colectivo de esa índole no cesa por decreto.

En 1979 surgió en Chiapas la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación. La consigna, entre otras, era la democratización del Sindicato Nacional cuya dirección, desde el surgimiento del propio sindicato, se había convertido en una oligarquía y después en una plutocracia. ¿Se quería la democratización de la organización sindical o era simplemente la disputa por el control de los recursos económicos, de la influencia política y de los privilegios que detentaba una dirigencia nacional elegida a imagen y semejanza de los intereses coyunturales de Los Pinos?

Puede afirmarse que las dos cosas. La disputa con el paso de los años no se resolvió. Por el contrario, se enrareció con negociaciones paralelas y contradictorias de la autoridad educativa con las partes enfrentadas.

El arreglo en lo oscurito, la componenda para salir del paso, el darle la vuelta a la ley para que prevaleciera por encima de la Constitución y ordenamientos legales ordinarios la firma de minutas y acuerdos que contravenían el criterio jurídico y el sentido común, condujeron a que la posibilidad de una evaluación docente fuese no solo un prerrequisito técnico de calidad sino, sobre todo, una amenaza grupal a la conciencia plena de la ignorancia y de la compra histórica de plazas.

No es hora para esta generación de recriminaciones, pero sí es hora de que la autoridad educativa de hoy asuma con claridad el peso del pasado educativo de México y, con lucidez y valor que están a prueba, actúe en consecuencia.