Hombre del corbatón

José Menéndez fue el defensor de oficio de los pobres, acariciaba largo la barba antes de lanzar su palabra flamígera en los juicios. 

Alberto Barranco
Columnas
José Menéndez, el Hombre del Corbatón
Foto: GAED/Creative Commons

Figura y epicentro del desaparecido museo de cera de las calles de Argentina, al que se llevó de leva la muerte de las armerías, el hombre del corbatón convocaba a la mirada mustia de los preparatorianos. Su figura frágil, protegida por una gran capa negra. Sus ojos negros. Su chalina negra a manera de corbata de moño, en homenaje, decía, a los burgomaestres pintados por Rembrandt.

La piocha blanca a usanza de antiguo caballero español. El sombrero de ala ancha.

La figura clásica, imprescindible del México viejo. Del legendario restaurante La Cucaracha, de las calles de Gante, al Teatro Principal o el Ideal, con butaca a perpetuidad. La larga sobremesa del Prendes. La tertulia con Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Diego Rivera, el sargento Manuel de la Rosa o Ángel Garasa en el Café Campoamor, de Bolívar.

El defensor de oficio de los pobres, quien se acariciaba largo la barba antes de lanzar su palabra flamígera en los juicios orales. Fue en defensa propia. La honra. El hambre. El honor. Los celos. La ignorancia.

La leyenda camina de la vieja cárcel de Belén con su hacinamiento de orines, tuberculosis y despojos, hasta el flamante Palacio Negro de Lecumberri, inaugurado por Porfirio Díaz.

Abogado sin título, vamos, sin calentar pupitre alguno, el presidente Miguel Alemán le otorgó la licencia al fragor de la presión popular y de la mismísima Mitra. Y el presidente Adolfo Ruiz Cortines le regaló un reloj de oro Omega con su nombre en la carátula… por sus 50 años de ejercer la profesión.

Quién se acuerda cuando estuvo a punto de ser expulsado del país por órdenes del presidente Álvaro Obregón bajo cargos de usurpación de funciones.

Perfil

José Menéndez, el bohemio puro de noble corazón y gran cabeza, nació en Santa María de Juango, Asturias, trasladándose a México a los 14 años, procedente de Cuba, sin más cobijo que dos pesos en el bolsillo.

Su primera cama fue una banca del malecón de Veracruz, de donde emigraría dos años después a la capital… para dormir ahora en una banca de la Plaza 2 de Abril, donde lo despertaban de mal modo los gendarmes.

La suerte, empero, lo llevaría ante la figura del abogado más famoso del México de los veintes: Querido Moheno, quien sembraría la última semilla en el que para entonces ya era abogado oficioso.

Los jueves era día de Lecumberri, con 40 casos de pelados en juego. La tamalera que mató por celos. El banderillero que le robó al matador. El cargador que se peló con todo y ropero. Total, luego me pagas.

En el tráfago de la vida, el hombre del corbatón se topó un día con el presidente Francisco I. Madero, otro con León de la Barra, uno más con Victoriano Huerta, y de pronto, en 1924, el inspector general de Policía Pedro J. Alvarado le obsequió un bastón de puño de oro… que le robaron en un garito clandestino de juego.

Publicada la noticia en los periódicos, dos días después el preciado objeto regresaba a su dueño:

—Perdone, mi jefe, no sabía que era de usté.

Casado con Sara Espejo, José Menéndez tuvo dos hijos: Amparo y Juan Luis.

La muerte lo alcanzó en 1950, a los 82 años, en una derruida vecindad del Centro Histórico, sepultándose sus restos en el Panteón Jardín.

El adiós le sorprendió cuando preparaba la segunda edición de su libro El hombre no está hecho para vivir mucho tiempo.

El hombre del corbatón. Perfil de leyenda.