El mundo en México

Otros procesos políticos son el punto de partida primitivo pero sólido de la política comparada

Juan Gabriel Valencia
Columnas
Dilma y Lula
Foto: AP

Una de las ventajas, si así se le quiere ver, de que Donald Trump se ocupe en su campaña, un día sí y otro también, del tema de México y los mexicanos, es que ha servido para que la opinión pública nacional ponga atención en otros procesos políticos y no solo en quién puntea para la presidencial de 2018 en el país o de si los independientes versus la partidocracia.

Otros procesos políticos son el punto de partida primitivo pero sólido de la política comparada, de la contrastación de experiencias distintas a las propias para experimentar en cabeza ajena, prevenir y anticipar.

En el caso de Estados Unidos y el fenómeno Donald Trump parece confirmarse una vieja hipótesis de la ciencia política del siglo XX, en el sentido de que un sistema bipartidista tarde o temprano provoca polarización ideológico-social y tiende a la parálisis gubernamental en el caso de gobiernos divididos.

A la verificación de esa hipótesis habría que agregar que esa polarización se nutre de temas subyacentes y valores culturales irreductibles, no manifiestos en la discusión diaria de la normalidad democrática, pero cuya vigencia latente es aprovechable en una contienda electoral de todo o nada.

Pero Estados Unidos no debería ser el único caso que nos ocupe como opinión pública. Distintas señales de alerta formativa e informativa nos han llegado en época reciente desde América del Sur.

No se le quiso dar mucha importancia a la evolución en años recientes del caso venezolano, en el que la improvisación sumada al voluntarismo autoritario ha llevado a prisioneros políticos, inflación, recesión, anomia, descomposición del tejido social en todas sus expresiones, desde exclusiones recíprocas de los adversarios inaceptables en la normalidad democrática, hasta los más elevados índices de homicidios dolosos per cápita en el continente americano.

Alertas de ese tipo han surgido en Argentina, Chile, Ecuador y Bolivia, por no mencionar casos menos visibles pero tanto o más graves como Nicaragua, Honduras y Guatemala.

Y ahora es Brasil, el rival histórico de México en la vanguardia latinoamericana, desde cualquier punto de vista: desarrollo económico, avance social, modernización institucional, reformismo, extensión territorial, tamaño poblacional, potencias futboleras y petroleras.

Lección

Brasil está en crisis, objetiva y subjetivamente. Desde un punto de vista objetivo, porque en poco tiempo se hicieron evidentes las incompatibilidades entre una corrección drástica de la desigualdad con una tasa de crecimiento económica sostenida.

Los gobiernos de Luiz Inácio Lula da Silva y de Dilma Rouseff consiguieron logros importantes en materia social. El distanciamiento paralelo con el capital nacional y extranjero jugó su contraparte y el retroceso económico de Brasil es notorio, preocupante en una potencia de ese tamaño.

Súmese el mal ancestral del que la izquierda latinoamericana ilusa suponía estar inmune: la corrupción. Brasil está a punto de una crisis constitucional en medio de acusaciones de peculado, lavado de dinero, sobornos, conflictos de interés, tráfico de influencias y de riqueza mal habidas en las empresas del Estado. Uno de los fetiches de los progresistas de América Latina en el siglo XX y todavía en el presente.

Así como Andrés Manuel López Obrador se reservó por doce años el costo de los segundos pisos por razones jamás explicadas, Rouseff nombra a Lula secretario de la presidencia para impedir que pueda ser llevado ante una instancia ordinaria de la justicia brasileña, haya o no motivaciones político-electorales entre los perseguidores del caso.

Una lección para México: por justas que sean las causas, nadie puede estar por encima del imperio de la ley. Ese es el piso mínimo de la justicia. Ojalá se aprenda la lección.