A 30 Años de Chernóbil, una autoentrevista

Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura 2015

Redacción
Política
Chernóbil
Foto: tykhyi

El 26 de abril se conmemoran tres décadas de una explosión nuclear después de la cual el mundo no ha vuelto a ser el mismo: la periodista bielorrusa nos dice por qué en Voces de Chernóbil, libro del cual —con autorización de Penguin Random House— ofrecemos varios fragmentos

Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo.

Yo soy testigo de Chernóbil, el acontecimiento más importante del siglo XX a pesar de las terribles guerras y revoluciones que marcan esta época… Hasta hoy me persigue la misma pregunta: ¿de qué dar testimonio, del pasado o del futuro?

Es tan fácil deslizarse a la banalidad. A la banalidad del horror... Pero yo miro a Chernóbil como al inicio de una nueva histo ria; Chernóbil no solo significa conocimiento, sino también preconocimiento, porque el hombre se ha puesto en cuestión con su anterior concepción de sí mismo y del mundo.

Cuando hablamos del pasado o del futuro, introducimos en estas palabras nuestra concepción del tiempo, pero Chernóbil es ante todo una catástrofe del tiempo.

Los radionúclidos diseminados por nuestra Tierra vivirán 50, 100, 200 mil años. Y más. Desde el punto de vista de la vida humana, son eternos. Entonces, ¿qué somos capaces de entender? ¿Está dentro de nuestras capacidades alcanzar y reconocer un sentido en este horror del que seguimos ignorándolo casi todo?

¿De qué trata este libro? ¿Por qué lo he escrito? Voces de Chernóbil.

Estelibro no trata sobre Chernóbil, sino sobre el mundo de Chernóbil. Sobre el suceso mismo se han escrito ya miles de páginas y se han sacado centenares de miles de metros de película. Yo, en cambio, me dedico a lo que he denominado la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la Tierra y por el tiempo. Escribo y recojo la cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras. Intento captar la vida cotidiana del alma. La vida de lo ordinario en unas gentes corrientes. Aquí, en cambio, todo es extraordinario: tanto las inhabituales circunstancias como la gente, tal como les han obligado las circunstancias, elevándolos a una nueva condición al colonizar este nuevo espacio. Chernóbil para ellos no era una metáfora ni un símbolo, era su casa. Cuántas veces el arte ha ensayado el Apocalipsis, ha probado las más diversas versiones tecnológicas del final del mundo, pero ahora sabemos positivamente que la vida es incomparablemente mucho más fantástica.

Un año después de la catástrofe, alguien me preguntó: “Todos escriben. Y usted que vive aquí, en cambio no lo hace. ¿Por qué?”. Yo no sabía cómo escribir sobre esto, con qué herramientas, desde dónde enfocarlo. Si antes, cuando escribía mis libros, me fijaba en los sufrimientos de los demás, a partir de entonces mi vida y yo se convirtieron en parte del suceso. Se fundieron en una sola cosa y no había manera de mantener una distancia.

El nombre de mi país, un pequeño territorio perdido en Europa, del que el mundo no había oído decir casi nada, empezó a sonar en todas las lenguas y se convirtió en el diabólico laboratorio de Chernóbil, y nosotros los bielorrusos nos convertimos en el pueblo de Chernóbil. Fuera a donde fuese, todo el mundo me observaba con curiosidad: “Ah, ¿usted es de allí? ¿Qué está pasando?”

Naturalmente, podía haber escrito un libro rápidamente, una obra más como las que luego aparecieron una tras otra: qué sucedió en la central aquella noche, quién tiene la culpa, cómo se ocultó la avería al mundo, a su propio pueblo, cuántas toneladas de arena y de hormigón fueron necesarias para construir el sarcófago sobre el mortífero reactor... Pero había algo que me detenía. Que me sujetaba la mano. ¿Qué? La sensación de misterio. Esta impresión, que se instaló como un rayo en nuestro fuero interno, lo impregnaba todo: nuestras conversaciones, nuestras acciones, nuestros temores, y marchaba tras los pasos de los acontecimientos. Era un suceso que más bien se parecía a un monstruo. En todos nosotros se instaló, explícito o no, el sentimiento de que habíamos alcanzado lo nunca visto.

Chernóbil es un enigma que aún debemos descifrar. Un signo que no sabemos leer. Tal vez el enigma del siglo XXI. Un reto para nuestro tiempo. Ha quedado claro que además de los desafíos comunista y nacionalista y de los nuevos retos religiosos entre los que vivimos y sobrevivimos, en adelante nos esperan otros, más salvajes y totales, pero que aún siguen ocultos a nuestros ojos. Y, sin embargo, después de Chernóbil algo se ha vislumbrado.

La noche del 26 de abril... Durante aquella única noche nos trasladamos a otro lugar de la historia. Realizamos un salto hacia una nueva realidad, y esta ha resultado hallarse por encima no solo de nuestro saber sino también de nuestra imaginación. Se ha roto el hilo del tiempo. De pronto el pasado se ha visto impotente; no encontramos en él en qué apoyarnos; en el archivo omnisciente (al menos así nos lo parecía) de la humanidad no se han hallado las claves para abrir esta puerta.

Aquellos días oí en más de una ocasión: “No encuentro las palabras para transmitir lo que he visto, lo que he experimentado”, “No he leído sobre algo parecido en libro alguno, ni lo he visto en el cine”, “Nadie antes me ha contado nada semejante”.

Entre el momento en que sucedió la catástrofe y cuando se empezó a hablar de ella se produjo una pausa. Un momento para la mudez. Y lo recuerdan todos. Allá por las altas esferas se tomaban decisiones, se confeccionaban instrucciones secretas, se mandaba que levantaran el vuelo los helicópteros, o que se trasladaran por las carreteras enormes cantidades de transportes; abajo se esperaba recibir información y se pasaba miedo, se vivía a base de rumores, pero todos guardaban silencio sobre lo principal: ¿qué es lo que realmente había sucedido? No se hallaban palabras para unos sentimientos nuevos y no se encontraban los sentimientos adecua- dos para las nuevas palabras; la gente aún no sabía expresarse pero, paulatinamente, se sumergía en la atmósfera de una nueva manera de pensar; así es como podemos definir hoy nuestro estado de entonces. Sencillamente, ya no bastaba con los hechos; aspirabas a asomarte a lo que había detrás de ellos, a penetrar en el significado de lo que acontecía. Estábamos ante el efecto de la conmoción. Y yo estaba buscando a esa persona conmocionada. Esa persona enunciaba nuevos textos. A veces las voces se abrían paso como llegadas desde un sueño o desde una pesadilla, desde un mundo paralelo.

Ante Chernóbil todo el mundo se ponía a filosofar. Las personas se convertían en filósofos. Los templos se llenaron de nuevo. Se llenaron de creyentes y de gente hasta el día anterior atea. Gente que buscaba respuestas que no les podían dar ni la física ni las matemáticas. El mundo tridimensional se abrió y dejé de encontrarme con valentones que se atrevieran a jurar sobre la Biblia del materialismo.

De pronto, se encendió cegadora la eternidad. Callaron los filósofos y los escritores, expulsados de sus habituales canales de la cultura y la tradición. Durante aquellos primeros días con quien resultaba más interesante hablar no era con los científicos, los funcionarios o los militares de muchas estrellas, sino con los viejos campesinos. Gente que vivía sin Tolstói, sin Dostoyevski, sin internet, pero cuya conciencia, de algún modo, había dado cabida a un nuevo escenario del mundo. Y su conciencia no se destruyó.

Seguramente nos hubiéramos acostumbrado mejor a una situación de guerra ató- mica, como lo sucedido en Hiroshima, pues justamente para esa situación nos preparábamos. Pero la catástrofe se produjo en un centro atómico no militar, y nosotros éramos gente de nuestro tiempo y creíamos, tal como nos habían enseñado, que las centrales nucleares soviéticas eran las más seguras del mundo, que se podían construir incluso en medio de la Plaza Roja. El átomo militar era Hiroshima y Nagasaki; en cambio, el átomo para la paz era una bombilla eléctrica en cada hogar. Nadie podía imaginar aún que ambos átomos, el de uso militar y el de uso pacífico, eran hermanos gemelos. Eran socios.

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Svetlana Alexiévich

Nos hemos hecho más sabios, todo el mundo se ha vuelto más inteligente, pero después de Chernóbil. Hoy en día, los bielorrusos, como si se tratara de “cajas negras” vivas, anotan una información destinada al futuro. Para todos.

He escrito durante muchos años este libro... Me he encontrado y he hablado con ex trabajadores de la central, con científicos, médicos, soldados, evacuados, residentes ilegales en zonas prohibidas... Con las personas para las cuales Chernóbil representa el principal contenido de su vida, cuyo interior y cuyo entorno, y no solo la tierra y el agua, están envenenados con Chernóbil. Estas personas contaban, buscaban respuestas.

Reflexionábamos juntos. A menudo tenían prisa, temían no llegar a tiempo, y yo aún no sabía que el precio de su testimonio era la vida. “Apunte usted —me decían—. No hemos comprendido todo lo que hemos visto, pero que queden nuestras palabras. Alguien las leerá y entenderá. Más tarde. Después de nosotros...” Tenían razón en tener prisa; muchos de ellos ya no se encuentran entre los vivos. Pero les dio tiempo a mandar la señal...

Todo lo que conocemos de los horrores y temores tiene más que ver con la guerra. El gulag estalinista y Auschwitz son recientes adquisiciones del mal. La historia siempre ha sido un relato de guerras y de caudillos, y la guerra constituía, digamos, la medida del horror. Por eso, la gente confunde los conceptos de guerra y catástrofe. En Chernóbil se diría que están presentes todos los rasgos de la guerra: muchos soldados, evacuación, hogares abandonados... Se ha destruido el curso de la vida. Las informaciones sobre Chernóbil están plagadas de términos bélicos: átomo, explosión, héroes... Y esta circunstancia dificulta la comprensión de que nos hallamos ante una nueva historia. Ha empezado la historia de las catástrofes... Pero el hombre no quiere pensar en esto, porque nunca se ha parado a pensar en esto; se esconde tras aquello que le resulta conocido. Tras el pasado.

Hasta los monumentos a los héroes de Chernóbil parecen militares. En mi primer viaje a la zona... los huertos se cubrían de flores, brillaba alegre al Sol la hierba joven. Cantaban los pájaros. Era un mundo tan familiar... tan conocido. La primera idea que te asaltaba era que todo estaba en su lugar, como siempre. La misma tierra, el mismo agua, los mismos árboles... En ellos, tanto las formas como los colores, así como los olores, son eternos, y nadie será capaz de cambiarlos, ni siquiera un poco. Pero ya el primer día me explicaron que no hay que arrancar las flores de la tierra, que es mejor no sentarse, como tampoco hay que beber agua de los manantiales. Al atardecer, observé cómo los pastores querían dirigir hacia el río al cansado rebaño, pero las vacas se acercaban al agua y, al instante, daban media vuelta. De algún modo intuían el peligro. Y los gatos, me contaban, dejaron de comer los ratones muertos de los que estaban llenos el campo y los patios. La muerte se escondía por todas partes; pero se trataba de algo diferente. Una muerte con una nueva máscara. Con aspecto falso

El hombre se vio sorprendido y no estaba preparado para esto. No estaba preparado como especie biológica, pues no le funcionaba todo su instrumental natural, los sensores diseñados para ver, oír, palpar... los sentidos ya no servían para nada; los ojos, los oídos y los dedos ya no servían, no podían servir, por cuanto que la radiación no se ve y no tiene ni olor ni sonido. Es incorpórea. Nos hemos pasado la vida luchando o preparándonos para la guerra, tantas cosas que sabemos de ella, ¡y de pronto esto!

Ha cambiado la imagen del enemigo. Nos ha salido un nuevo enemigo... Mataba la hierba segada. Los peces pesados en el río, la caza de los bosques... Las manzanas... El mundo que nos rodeaba, antes amoldable y amistoso, ahora infundía pavor. La gente mayor, cuando se marchaba evacuada ya un sin saber que era para siempre, miraba al cielo y se decía: “Brilla el Sol. No se ve ni humo, ni gases. No se oyen disparos.¿Qué tiene eso de guerra? En cambio, nos vemos obligados a convertirnos en refugiados...” Un mundo conocido... convertido en desconocido.

¿Cómo comprender dónde nos encontramos? ¿Qué nos está pasando? Aquí... Ahora... No hay a quién preguntar.

En la zona y a su alrededor... asombraba la enorme cantidad de maquinaria militar. Los soldados marchando en formación con sus armas recién estrenadas. Con todo el armamento reglamentario al completo. No sé por qué razón no se me quedaron grabados los helicópteros ni los blindados, sino solo esos fusiles. Las armas. Hombres armados en la zona de Chernóbil. ¿A quién podían disparar o contra qué defenderse? ¿De la física? ¿De las invisibles partículas? ¿Ametrallar la tierra contaminada o los árboles? En la propia central trabajaba el KGB. Buscaban espías y terroristas, corría el rumor de que la avería se había debido a una acción planificada de los servicios secretos occidentales, para socavar el bloque socialista. Había que mantenerse vigilantes. Y este escenario bélico... Esta cultura de guerra se desmoronó literalmente ante mis ojos. Ingresamos en un mundo opaco en el que el mal no da explicación alguna, no se pone al descubierto e ignora toda ley. Asistí a cómo el hombre anterior a Chernóbil se convirtió en el hombre post Chernóbil.

Un destino construye la vida de un hombre, la historia está formada por la vida de todos nosotros. Yo quiero contar la historia de manera que no se pierdan los destinos de los hombres… ni de un solo hombre.

En Chernóbil se recuerda ante todo la vida “después de todo”: los objetos sin el hombre, los paisajes sin el hombre. Un camino hacia la nada, unos cables hacia ninguna parte. Hasta te asalta la duda de si se trata del pasado o del futuro. En más de una ocasión me ha parecido estar anotando el futuro.