¿Hasta dónde?

El elemento distintivo del Estado es el monopolio del uso de la violencia y, sobre todo, saber usarla a tiempo.

Juan Gabriel Valencia
Columnas
Samuel Ruíz
Foto: Cuarto Oscuro

En mayo de 1993 dos militares “francos”, es decir, en día de descanso, paseaban por una región boscosa de Chiapas; un grupo de guerrilleros los reconoció; los detuvieron, los asesinaron y los descuartizaron. Los responsables fueron plenamente identificados, indígenas todos, y algunos incluso fueron detenidos. Intervinieron en su defensa el obispo Samuel Ruiz y organizaciones defensoras de derechos humanos. Fueron liberados los responsables y el hecho quedó impune.

La lógica del Estado mexicano es que era el quinto año de gobierno, que faltaban algunos meses para la nominación del candidato del PRI a la Presidencia, que se estaba en la etapa final de discusión y anhelada aprobación del Tratado de Libre Comercio en la Cámara de Representantes de Estados Unidos, que organizaciones internacionales de derechos humanos tenían puesta la mira en el gobierno de Carlos Salinas y en Chiapas, que estaban pasando muchas cosas y la ecuación se resolvió en la impunidad.


Siete meses después se produjo el levantamiento armado que enmarcó política y económicamente el año más catastrófico de la historia contemporánea de México.

Hace unos días en Chenalhó fue depuesta la alcaldesa por ser mujer, no sin que antes una turba tomara como rehén al presidente del Congreso local y en medio del disturbio mataran a dos personas, una de ellas una niña de diez años. Está fotografiado y filmado. No hay detenidos y ahora despacha un nuevo alcalde, un hombre, como Dios manda.


Semanas antes indígenas contestatarios que bloqueaban una carretera ocasionaron la muerte de dos niños al impedir el paso de una ambulancia que los trasladaba de emergencia. Está fotografiado y filmado. No hay detenidos.

El martes pasado maestros que rechazaban el paro magisterial de la disidencia frente a la reforma educativa fueron rapados y exhibidos en público con cartulinas con su nombre y la leyenda de “traidores a la patria”. Por supuesto que los maestros disidentes no intervinieron en defensa de sus colegas, dos de ellas maestras de la tercera edad. Hay un detenido, no maestro, de un episodio que duró horas y en el que la policía no intervino. Está fotografiado y filmado.

Un episodio semejante ocurrió esta misma semana en Oaxaca, con policías capturados como rehenes y expuestos en la vía pública. No hay detenidos.

Mandato

Han transcurrido 23 años de aquel episodio de Chiapas descrito al principio de estas líneas. Las autoridades locales se desentienden de las cosas bajo el argumento de que se trata de conductas contestatarias frente a decisiones del gobierno federal y el germen de la violencia crece y estalla, tal como ocurrió con los 43 estudiantes en Iguala y entonces sí, “fue el Estado”.

La puntual aplicación de la ley, focalizada previene de mayores tragedias con alcance nacional. La disidencia magisterial y otros movimientos convergentes juegan a la guerra de baja intensidad para probar los límites de la acción del Estado y de la tolerancia social.

La represión del delito no es una opción de la fuerza del Estado. Es un mandato. Se está volviendo, una vez más, la tolerancia en sinónimo de inconsecuencia y eso más temprano que tarde lo paga la sociedad en su conjunto. Hoy el pretexto es una reforma educativa aprobada con abrumadora mayoría por la representación nacional. ¿Qué hacían los estudiantes de Ayotzinapa en Iguala? Iban a “botear” para protestar por el 2 de octubre de 1968, 46 años después. Excusas imbéciles de carácter antisistémico las habrá siempre. Lo que no puede seguir siempre es la aceptación social y la resignación ante conductas que ponen en riesgo a todos en una ya de por sí precaria convivencia.