Paisajes después de la batalla

Los partidos rompieron todas las reglas, la autoridad electoral fue rebasada 

Carlos Ramírez
Columnas
INE
Foto: NTX

Y al día siguiente…

La democracia electoral quedó en situación de RCP (reanimación cardio pulmonar).

Lo importante de las elecciones para doce gubernaturas del 5 de junio no será el resultado después de los jaloneos en tribunales, sino las pistas en la parte más importante: la democracia electoral que se ganó el 2 de julio de 2000 quedó totalmente destruida e inutilizada para las presidenciales de 2018.

Los partidos rompieron todas las reglas, la autoridad electoral fue rebasada por todos lados y mostró su incapacidad para organizar y supervisar elecciones, los candidatos escogidos fueron muestras de la corrupción del poder, los medios quedaron anulados por la dinámica destructiva de las redes sociales y los ganadores tendrán votos que acreditar pero una nula legitimidad política.

El avance democratizador de 2000 con la alternancia partidista en la Presidencia quedó hundido en las operaciones electorales irregulares —para decir lo menos— de candidatos y partidos. Es posible que esta misma estructura electoral sea la que opere las presidenciales de 2018, pero desde ahora se percibe que se trata de un mecanismo que carece de certeza democrática.

Los procesos electorales estatales del 5 de junio regresaron al país a los tiempos de la elección arbitraria de 1929, con las que se inauguró el PRI como PNR y ahora con las mismas prácticas usadas por el PAN, el PRD y Morena; y volvieron a instalar el sistema electoral en los climas de 1988.

Sin rubor debería afirmarse que las elecciones del 5 de junio fueron un fracaso democrático. La sociedad mayoritaria, los partidos, las autoridades electorales y los gobiernos en pugna convirtieron las elecciones en un chiquero. Por tanto, los ganadores podrán asumir el poder pero dejarán tres lastres importantes: sus biografías reveladas con datos de irregularidades, una elección operada para burlar el equilibrio democrático y una ilegitimidad derivada del porcentaje de votos acreditados en función de la población de sus entidades.

Reconocimientos

La gran inquietud está lejos de los nuevos liderazgos estatales y regionales pero se coloca en el centro del gran debate social: qué tipo de democracia quiere México, qué grado de legitimidad deben tener los gobernantes y qué están dispuestos a hacer los partidos para —valga la redundancia— competir democráticamente por la democracia.

El paisaje después de la batalla —imagen tomada de una novela de Juan Goytisolo— es desolador. Pero, si se quiere un último aliento de optimismo, es un paisaje desafiante; la experiencia democrática del periodo 2000-2016 ha tenido saldos negativos. Lamentablemente, México puede seguir así varios lustros más, pero a cargo de un deterioro creciente de la calidad democrática que profundice el vacío de legitimidad política de los gobernantes.

El escenario de circo romano de las elecciones pasadas puede superarse si las fuerzas políticas dominantes aceptan con humildad el fracaso democrático y toman cartas para construir un sistema político —ya no nada más electoral— republicano, institucional, con reglas. El PRI debe reconocer con pena propia los casos del gobernador veracruzano Javier Duarte y el regreso de José Murat a Oaxaca, dos figuras del PRI de Gonzalo N. Santos, El Alazán Tostado.

Si el México político que se quiere para 2018 es el del 5 de junio, entonces se cumplirá la maldición de Porfirio Díaz en las reelecciones: México no está preparado para la democracia.