Broadway mexicano

La calle Santa María la Redonda en el fragor de los cuarentas del siglo pasado se convertiría en el Broadway mexicano

Alberto Barranco
Columnas
Santa María la Redonda
Foto: Concepción Morales.

Descarrilada la ira, la venganza se disfrazó de histeria: a veces eran gritos, a veces aullidos y a veces alaridos. “¡Muera el cojitranco!” “¡Fuera el mocho!” Y cuando el lazo endurecido de mugre y sudor alcanzó Al águila imperial que le daba punta al sepulcro, la plebe vomitaba locura.

Cebadas las ansias de motín, ni quién pudiera convocar a la razón o reclamar respeto cuando el último pial alcanzó al fin al macabro trofeo.

Y ni quién pudiera borrar ya la danza de la media muerte, el pisoteo de las tumbas y el salto absurdamente alegre de la huesa de la pierna izquierda del general Antonio López de Santa Anna, el cojo funesto, al compás de los jalones y la música de las carcajadas.

La fiesta se fue hasta la madrugada de aquel 6 de diciembre de 1864 por la avenida Santa María la Redonda. La parroquia de Santa María. El hospital de dementes. La Alameda. La calle Plateros. El Portal de Mercaderes. El palacio de Axayácatl. El convento de Santo Domingo…


Al final de la mojiganga que nació en el panteón de Santa Paula, quebradas las fuerzas al golpe del aguardiente, el pulque y las ansias liberadas, el despojo dormía la mona al arrullo de un arroyo pestilente que buscaba el calor de alguna coladera.

Santa Paula era entonces la referencia, el remitente del viejo barrio de Santa María la Redonda. Ahí, entre sus paredes de piedra que topaban con la hoy Plaza Tolsá, reposaron alguna vez los restos del general Melchor Múzquiz y la heroína insurgente Leona Vicario, además del primer presidente de México, Guadalupe Victoria.

De hecho, el nombre hace referencia a la portada en forma de ábside, es decir, semicircular, redonda pues, de la parroquia de indios de Santa María fundada por Fray Pedro de Gante en 1524, que le daba paso al panteón.

El eje, el epicentro del barrio de oscuras reminiscencias, era la calle Santa María la Redonda, que en el fragor de los cuarentas del siglo pasado se convertiría en el Broadway mexicano, el ombligo del mundo.

Oscura de día. Refulgente de noche.

Testigos

En Santa María la Redonda estaban dos de los centros de espectáculos de mayor carga de nostalgia en la capital: el Tívoli y el Lírico. A uno y otro se los cargó la piqueta.

Ahí deambulaba el Fantasma del correo, una vieja mariposa de la noche que ocultaba las arrugas a fuerza de plastas de polvo de arroz que la volvían macabra.

Ahí estaba la leyenda llamada Follies Bergere.

Y en el cabaret Pigalle crecía la parranda de Arturo de Córdova, Juan S. Garrido, La Rana González o Daniel Chino Herrera, al fragor del contoneo invencible de Tongolele, Su Mu Key, Naná, Tailuma o Kalatán.

Y el Bombay se quedó como testigo de los boleros que bailaban danzón con el cajón atado a la cintura, para rematar el bacanal en la cantina el Barco de Plata o la cervecería El Terrible Pérez.

En Santa María la Redonda estaba la carpa Ofelia donde hizo sus pinitos el mismísimo Cantinflas, nacido también en el barrio, en pareja con Schilinsky, de a dos tandas por un boleto.

Y el cine Isabel ofrecía funciones corridas desde las nueve de la mañana, en tanto en el Odeón se podía comer hasta pollos rostizados rociados por algún pomo de ron Negrita.

Ahí estaban las academias de baile, el Tenampa, las librerías de viejo y alguno que otro café de chinos.

Ahí, dicen, la noche jamás moría.

Santa María la Redonda, el Broadway mexicano donde Santa Anna enterró solemnemente su pierna muerta.