Había haciendas…

Las haciendas, en el siglo XIX, eran el centro de la vida de la antigua Nueva España

Alberto Barranco
Columnas
Hacienda de Clavería
Foto: Especial

Lejano el galope sin fin del eco, al monótono ir y venir de pregones, repiques y salvas; ajena ya la estampa grandilocuente de las piedras sobre piedras de Catedral, la soledad de la vieja calzada se volvía poesía al resuello como arrullo del fatigado desliz del ferrocarril México-San Agustín de las Cuevas, bajo el alerta de la larga valla de truenos, cipreses, encinos y oyameles.

Allá la recua de mil vigas que juega su suerte al volado de la capital; acá las alfombras de cebada, trigo y maíz, rodeadas de pastizales y cuajadas de trojes y caballerizas de las haciendas de Narvarte, San Antonio, Portales y Coapa.

A esta última, llamada oficialmente de San Antonio de Padua Coapa, llegó en el amanecer de 1834 el viajero francés Charles Joseph Latrobe, a quien algunos autores atribuyen la paternidad del calificativo de Ciudad de los Palacios, con proa a la capital del país.

En la Portales se hizo fuerte en su retirada la resistencia nacional tras la batalla de Padierna contra el ejército invasor norteamericano el 20 de agosto de 1847.

En el culebreo de los caminos de la Narvarte fue asaltado por siete labriegos ahítos de pulque el elegante carruaje en que viajaban el doctor Matías Béistegui, su esposa Conchita y el licenciado Mariano Esteva, asesinándolos a todos a pedradas.

Y en la hacienda de Clavería, cuyos límites llegaban a la Villa de Guadalupe y el Estado de México, se libraría la última batalla por la independencia de México.

Hacia la mitad del siglo XIX la Ciudad de México estaba sitiada por 190 haciendas: si el barrio de Mixcoac tenía La Castañeda, a cuyas órdenes se había alineado la de San Borja y sus 32 ranchos, el lejanísimo pueblo de Santa María Tepepan contaba con La Noria, cuyo propietario, decían, “engreía a los indios haciéndolos sublevarse contra el supremo gobierno con desmedidas calumnias”.

Y si las hoy colonias Cuauhtémoc y Juárez tenían la hacienda de La Teja, inmortalizada en dos óleos del pintor Luis Cota, las de Escandón, Condesa y Roma contaban con la de la tercera Condesa de Miravalle, llamada María Magdalena Dávalos de Bracamonte. Manuel Payno escribió que su jardín tenía “exquisitas dalias y hortensias”.

Vivos

Y si San Ángel tenía las haciendas de San Nicolás, Eslava, La Cañada y Guadalupe, Tlalpan contaba con la de Peña Pobre, bañada por las aguas del río de la Magdalena, a cuya vera nacería la primera fábrica de papel.

Y en la hacienda del Mayorazgo de San Miguel de Aguayo, conocida como El Altillo, se conservaban en calidad de reliquias dos peroles donde según la conseja hirvieron los invasores norteamericanos las cabezas de 20 de los 80 irlandeses que integraron el batallón de San Patricio que se unió en 1847 a la causa de México.

Y en la hacienda de Goicochea, en San Jacinto, pasaba largas temporadas Su Alteza Serenísima, Antonio López de Santa Anna, aprovechando el ocio para organizar reñidas peleas de gallos.

Los jardines de la casa grande de la hacienda propiedad de Ramón de Goicochea inspirarían al poeta José Zorrilla para escribir su libro de versos La flor de mis recuerdos. Ahí se estrenaría, a nivel privado, su obra más conocida, Don Juan Tenorio.

Ahora que la hacienda de San Juan de Dios de los Morales tenía como linderos el molino de Río Hondo, la hacienda La Blanca, el pueblo de San Joaquín, el de Tecamachalco, el Molino del Rey y el rancho Anzures.

Algunos de sus cascos están aún vivos de recuerdos.