Oficios que se fueron

En el México viejo los morrongos driblaban a los perros, a los tamarindos y a los distraídos peatones

Alberto Barranco
Columnas
Oficios antiguos
Foto: Notimex.

Zopilotes en pos de festín, cuervos de alas famélicas, estampa clásica de velorios de los suburbios de la ciudad con olor de provincia, las mujeres de luto eterno arropaban de lágrimas de cocodrilo la larga noche del adiós, mientras los deudos le ponían piquete al café y canela a las rosquillas. Tres pesos la tanda. Y verdá de Dios que su muertito también llora.

Vende caro tu dolor, mi plañidera.

El oficio, cayendo el muerto y soltando el llanto, se fue con las velas de sebo, las medias de popotillo, los rosarios de bolas de canica, los misales amarillentos y hasta los velos de las señoras.

La corriente jaló también con los fotógrafos de instantáneas que asaltaban a los transeúntes en San Juan de Letrán; las malleras de paciencia franciscana que le devolvían el cauce al hilo de media que se fue; los mecapaleros de tostón por llevar un ropero de La Lagunilla a la San Rafael, la Guerrero, la Santa María o Martínez de la Torre, a peso de lomo, maldiciones y sudores.


Se fue, siglos antes, cuando la gente se recogía al Ave-María-Purísima del toque de oración, el pipero, con su carromato destartalado arrastrado por un jamelgo en busca de calles solitarias, tras vaciar las tasas de noche de las mansiones.

¡Las ocho y sereno!, pregonaba el único habitante de la Nueva España a quien no le picaban las chinches de noche, mientras las chichicuiloteras se preparaban para su cotidiana excursión de madrugada hacia el Lago de Texcoco en busca de la mercancía, que se pregonaba en las tardes.

—¡Meeercaraaan chichicuilotitas, niña!

Idos

En el México viejo los morrongos driblaban a los perros, a los tamarindos y a los distraídos peatones para llevar a golpe de pedal de bicicleta el pedido de la carnicería.

El gremio lo engrosó alguna vez, allá en Tacubaya, el ídolo Javier Solís.

Y en aquella inolvidable película Un rincón cerca del cielo el zapatero remendón del angosto callejón con proa a la calle de Dolores le prestaba unos centavos a Marga López para espantar el hambre, en tanto Pedro Infante recorría las calles en oficio de cirquero de quinta.

Y Cantinflas dibujaría, nítido, al fotógrafo del inolvidable cajón negro en cuyo interior se alcanzaba el milagro. El depósito de ácidos. El muestrario de maravillas a los costados. Mire nomás, qué bonita pareja. La Alameda, Chapultepec, Xochimilco. La Villita con escenografía al calce y a veces caballo de cartón, sarape y sombrero de charro.

—¡Un recuerdito, mi joven!

Y el bañero de los Jordán, allá por Arcos de Belén, multiplicaba la lucha por la vida como masajista, toallero, bolero y proveedor de brillantina sólida, peine y jabón de lejía, mientras el Evangelista de la Plaza de Santo Domingo le ponía caché a la carta de amor; veneno a la destinada a la ingrata, y lágrimas cuando la ruta se enfilaba a la jefecita.

En Anillo de Circunvalación la rueda se hacía grande para ver bailar a la calaverita (“Ciriaca, animal del demonio, ¿dónde te has metido?”), mientras el merolico le daba juego a los albures y los cachondeos de palabras, para rematar con la venta del truco que hacía bailar al esqueleto rumbero de plástico.

Y un mal día, desesperado por la soledad, Ignacio López Tarso, El hombre de papel, se juega su resto: un billete de diez mil pesos, para comprarle su muñeco al ventrílocuo con cara de Luis Aguilar. Y cómo que también era mudo.

Otro más, en El ropavejero Joaquín Pardavé lanzaba su grito de guerra por calles, barriadas y de vez en vez colonias popof: “¡Ropa usada que veeendan!” Y que me lo calla la cocinera Sara García en el principio de un idilio otoñal, malteada al calce con un solo popote.

Se nos fue el soldador que rellenaba los agujeros de las ollas de peltre; el pajarero con su pared de jaulas a la espalda; el hombre-mosca que escaló la Catedral desde su fachada, antes de ser llevado de palomita a la Demarcación de Policía.

Se nos fueron las chieras, el petatero y el aguador.

Méndiga vida.