Cuando la música se termina

Cuando la música se termina, apaga las luces.

Juan Pablo Delgado
Columnas
MARIACHI
Foto: Rafael Ben-Ari

Existen ciertas imágenes que invariablemente nos remiten a México. Las más populares quizá sean también las más ridículas: nos pintan como ranchero con zarape durmiendo a la sombra de un nopal; también como gordos bigotones portando sombrero charro y siempre empistolados.

Para si tenemos cierta vanidad cultural, las imágenes presentadas nos deberían obligar a replantearnos la imagen que damos al exterior.

Nadie duda que en los últimos años hemos avanzado en nuestra eterna búsqueda por ser uno entre iguales con los países que conforman el club VIP. Nuestra capital presume zonas que podrían ser la envidia de cualquier ciudad europea. La “modernidad” se expande gradualmente y transforma el paisaje.

¿Pero qué de nuestra imagen? ¿Hemos logrado eludir nuestra trágica caricatura histórica? ¿Por fin seremos reconocidos por nuestros ídolos históricos del Norte? ¿O por los europeos que un día tanto emulamos?

Si somos honestos, podemos ver que ya hemos dejado atrás los zarapes y los trajes charros. Pero el nuevo personaje que surge está lejos de ser halagador: para algunos somos los narcos del mundo; y para otros –menos macabro, aunque no menos vulgar- somos el borracho del planeta.

Enfoquemos nuestra atención al segundo personaje. Quizá para algunos la nueva identidad de beodos globales incluso no sean tan mala. Nos gusta echar relajo a deshoras y ser los últimos en irnos de la fiesta.

Entre más nos identificamos a este personaje, más parecería que como sociedad navegamos por rumbos similares en el ámbito político e ideológico. Como buenos borrachos trasnochados, nos tambaleamos rumbo a una fiesta que terminó hace mucho tiempo. Una fiesta donde incluso los anfitriones ya se fueron a dormir.

"¡Pero no le hace! ¡La parranda debe de seguir!”, decimos abrazados de un farol.

Hago esta analogía para hablar del nuevo socialismo latinoamericano. Un bacanal que despilfarró tanto dinero como retórica. Un dispendio de populismo que inició en casa del un loco llamado Hugo Chávez y que terminó por involucrar a toda la vecindad sudamericana.

Pero esa fiesta terminó. Los cohetes se tronaron. El petróleo se bebió hasta reventar. Las orgías ideológicas se realizaron para deleite y placer de muchos de muchos.

Ahora vemos la resaca económica y política que cae como peste negra. Algunos países moribundos yacen pálidos en la sabanas y pampas sudamericanas.

Argentina en Alcohólicos Anónimos abraza ahora a la derecha capitalista. Brasil corrió a patadas a la señora Dilma por despilfarrar la riqueza de la casa. Ecuador se libra de Correa, su proxeneta por más 10 años; Venezuela –en estado catatónico- no sale de cuidados intensivos. Bolivia se divorcia de Evo; e incluso Cuba, el veterano de la fiesta, se encuentra ahora en negro luto.

Pero el mexicano no acepta la evidencia frente a sus ojos. Mientras allá recogen los platos rotos, aquí apenas destapamos el mezcal. Y quizá con la garganta caliente de tanto trago demagógico, de entequiladas promesas idílicas y de paraísos terrenales aguardientosos, nos encaminamos hacia el 2018 -con la frente en alto- decididos a cumplir con nuestro ineludible “destino” populista.

Queridos amigos, lamento decirles que la fiesta ya acabó. Y haríamos bien en seguir las palabras del poeta Morrison, quien en su momento dijo sabiamente: “cuando la música se termina, apaga las luces”.