Pésima democracia

Ya nadie cree en los políticos.

Sergio Sarmiento
Columnas
Congreso de la unión
Foto: NTX

Recuerdo muy bien los argumentos de los legisladores que en 1996 decidieron cargar a los contribuyentes el costo de los partidos y las campañas políticas: con esta medida, nos dijeron, se evitaría que la delincuencia organizada penetrara en el mundo de la política y se daría transparencia y limpieza a la financiación de las campañas. Así se mantendría la honestidad de los políticos, quienes no tendrían que pedir dinero a personas físicas o a empresas.

Poco más de 20 años después es muy claro que nos equivocamos. La delincuencia organizada está más presente que nunca en la política. Las donaciones de dinero de empresas y personas físicas continúan. Como hemos visto en distintas ocasiones, estas aportaciones se entregan en efectivo y se gastan de la misma forma, para no afectar los límites legales que tienen partidos y campañas.

También recuerdo los argumentos de los legisladores que en 2007 dijeron que había que impedir que los partidos y los candidatos pudieran comprar tiempo de radio y televisión. La idea era evitar la spotización de las campañas y subir el nivel del discurso político de nuestro país. Para lograrlo los políticos confiscaron tiempos de televisión abierta y de radio. Los resultados han sido, sin embargo, exactamente contrarios a los que se buscaban.

Todo el discurso político del país se ha concentrado en spots de propaganda que se repiten ad nauseam en radio y televisión. La calidad de la discusión política, lejos de subir, baja cada vez más, como lo hemos visto en la campaña del Estado de México, que no ofrece más que descalificaciones, difamaciones y calumnias. Quizá para lo único que han servido las reglas es para castigar a la radio y la televisión, que han perdido ingresos y han tenido así que despedir personal.

Negocios

Recuerdo muy bien las expectativas que generó la construcción de la democracia mexicana. Las reformas de los noventas tuvieron enorme mérito. Acabaron con el sistema de partido único y trajeron consigo una democracia real. Pero luego los políticos se encargaron de matar ese sueño. Lo hicieron al convertir la política en un negocio sostenido con dinero de los contribuyentes y al hacer los cargos públicos negocios privados tan rentables, que había que garantizar el acceso al poder a cualquier costo. Lo hicieron también al saturar a los ciudadanos con una avalancha de spots de propaganda en los tiempos que confiscaron a los medios que solo ha producido hastío y rechazo de los ciudadanos.

Es verdad que hoy tenemos una democracia, lo cual es mejor que el sistema de partido único del pasado. Pero es una democracia que ha sacado lo peor de nuestra sociedad. Lo vemos en las campañas convertidas en simples escenarios de descalificación y con propuestas que no son más que simples promesas populistas de nuevos subsidios.

El sueño de la democracia de los noventas se convirtió en una pesadilla lamentable. Hemos construido uno de los sistemas electorales más complejos y costosos del mundo, cuyos resultados deben ser definidos siempre en tribunales. Lo peor de todo es que el sistema genera una creciente decepción en la democracia misma. Ya nadie cree en los políticos.

Este es el campo de cultivo ideal para el surgimiento de nuevos liderazgos que empiezan por el populismo y terminan en el autoritarismo. Lo hemos visto varias veces en la historia y en distintos países. No es que la democracia sea mala: el problema es que nosotros hemos construido una pésima democracia.