TLCAN: Los costos recíprocos

la Casa Blanca tendrá que asumir los costos políticos 

Juan Gabriel Valencia
Columnas
Donald Trump
Foto: Ilustración

No se trata solamente de conveniencias económicas recíprocas. La renegociación, revisión, actualización, modernización del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) o como quiera llamársele al proceso de diplomacia comercial actualmente en curso tiene que ver con una perspectiva estratégica, social y geopolítica de los países involucrados, en concreto México y Estados Unidos.

Si bien el tratado surge en una coyuntura política internacional muy particular, no puede negarse ni su contexto histórico ni las múltiples dimensiones implicadas en la compleja relación bilateral. No tiene caso remontarse a la prehistoria: que si Estados Unidos despojó a México de la mitad de su territorio, que si la penetración económica norteamericana durante el porfiriato, que si la invasión de Veracruz, que si las compañías petroleras, que si el confuso y nunca debidamente aclarado hundimiento de dos buques petroleros mexicanos que motivaron el ingreso del país a la Segunda Guerra Mundial, que si las teorías y prácticas de la dependencia, que si el fallido liderazgo tercermundista de México durante el gobierno de Echeverría, que si los desaires de José López Portillo a James Carter cuando México se creía una potencia petrolera, que si la compleja y a valores entendidos relación migratoria, que si el tráfico de enervantes, que si la relación de México con Cuba…

La lista de procesos y acontecimientos sería interminable. Lo cierto es que México, para su conveniencia y a pesar de todas las aristas del caso, forma parte del perímetro de seguridad de la primera potencia del mundo. Seguridad en el sentido más amplio: desde militar hasta comercial en una honda e inseparable interdependencia de ambos países. Guste o no aquí en México o en Estados Unidos.

Aliados


El TLCAN como corolario al espíritu de Houston y en medio del colapso de un mundo multipolar hacia el surgimiento de una globalización liderada por un poder hegemónico anticipaba la posibilidad de convertir una sociedad comercial en una alianza político-cultural, además de económica de largo aliento. Ya no simples socios: aliados.

Conforme el transcurso del tiempo las posiciones internacionales de México se fueron alineando a las de Washington en todos los terrenos. Sin duda, excepciones no faltaron, como en el caso de la posición mexicana en el Consejo de Seguridad de la ONU respecto de la invasión norteamericana a Irak. Pero en general Washington impuso sus intereses, que llegaron a identificarse como propios por los gobiernos mexicanos, siendo el más evidente el del tráfico de estupefacientes, típico ejemplo de cómo las potencias crean un delito para luego generar las instituciones que hayan de perseguirlo; o, como bien se ha dicho: Estados Unidos, en lo que a los enervantes que llegan de México se refiere, pone las armas y México pone los muertos.

En esa relación no llamada especial, pero de facto especialísima, Estados Unidos debería entender que el reconocimiento de asimetrías entre ambos países en materia económica supone un gesto de honestidad intelectual hacia la complejidad, la lealtad del gobierno mexicano a los intereses de EU y la diversidad de temas que afectarían intereses norteamericanos si México fuera apático ante problemas propios de la sociedad del vecino del norte, como su insaciable adicción a los opiáceos.

Si Estados Unidos endurece en su beneficio unilateral el TLCAN y el gobierno de México actúa en reciprocidad a ese endurecimiento, la Casa Blanca tendrá que asumir los costos políticos y sociales en otros frentes que no son el de un déficit comercial