CONVENCIÓN NACIONAL HACENDARIA

El problema no es la inflación o el gasto social sino la existencia de 104 millones con una a cinco carencias.

Carlos Ramírez
Columnas
Ilustración
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Cuando estalló la primera crisis devaluatoria el Sábado de Gloria de 1954 los estrategas de política económica de Hacienda llegaron a la conclusión de que el eje de cualquier posibilidad de desarrollo y estabilidad estaba en la inflación. Y a partir de ahí se podía diseñar un modelo de desarrollo viable.

La estabilidad sin inflación duró 22 años. Luego, de 1971 a 1976 la inflación se desdeñó en aras de ampliar el gasto público y expandir el Estado. Además de gastar más, aumentar el déficit presupuestal y financiarlo con deuda e impresión de billetes, el gobierno del presidente Echeverría rompió los acuerdos con el sector privado. El saldo fue la devaluación por escasez de dólares. Lo mismo le ocurrió a López Portillo: aumento del gasto y baja de reservas; y la especulación cambiaria explotó en 1982.

La estrategia de desarrollo, la política económica y el presupuesto de ingresos-gastos del gobierno del presidente López Obrador dependen de la estabilidad inflación-devaluación. Y el eje de toda estabilidad macroeconómica depende de dos variables: inflación e ingresos tributarios. Si el gabinete económico no diseña nuevas formas de estabilidad la inflación impedirá cualquier objetivo social.

Si todo gobierno populista busca aumentar los ingresos por programas sociales necesita controlar la inflación e incrementar los ingresos. Como nueva élite gobernante el equipo económico de López Obrador requiere de una revisión a fondo de ambas variables. Todo primer presupuesto de cada nueva administración supone que tiene la fórmula mágica para aumentar los ingresos sin afectar la inflación y financiar nuevos programas sociales.

Problema

En ambas variables siempre se ha requerido de un nuevo pensamiento económico. La inflación se enfoca desde la óptica neoliberal de Milton Friedman de que los precios suben por aumento de circulante y las políticas fiscales no deberían alterar los acuerdos con los empresarios y ciudadanos. El pensamiento progresista de los populistas avanzó mucho en inflación en 1956-1960 al fijar, desde la Comisión Económica de América Latina y mediante el economista mexicano Juan F. Noyola, que la inflación no era un problema de circulante sino de estructura productiva ligada a la tasa de utilidad privada. Y desde la devaluación de 1976 se insiste en que urge a México una gran reforma fiscal que incremente los ingresos y disminuya la evasión y la elusión.

La salida que tiene el gobierno de López Obrador estaría en una nueva y más profunda Convención Nacional Hacendaria que le entre a la redefinición de inflación e impuestos. El problema original no está en la inflación en sí o los impuestos por sí sino en que el Estado debe cumplir con su función de atender la pobreza como desigualdad social o los marginados como mayoría estallarán un colapso social grave, quizá peor que el drama de los centroamericanos que salen en caravana de sus países por pobreza.

Los temores ideológicos mexicanos debieran entender que el problema no es la inflación o el gasto social sino la existencia de cuando menos 104 millones de mexicanos con una a cinco carencias, ese 80% que ha detectado el Coneval. Es decir, que el populismo no es una ideología per se sino la expresión de exigencias de los marginados. Y que los atiende el populismo o los explota el fascismo.