LA DELGADA LÍNEA

Resulta que la delgada línea entre la apreciación y el vandalismo no es la que se adhiere en el piso del museo.  

Juan Carlos del Valle
Columnas
Yo, what the heck, óleo sobre lienzo, 50 x 60 cm.
Juan Carlos del Valle

Hace algunas semanas, en uno de esos días de contaminación álgida, después de darme por vencido con el tráfico, atravesar a pie una marcha tumultuosa y hacer media hora de fila para pagar el boleto, logré entrar a uno de los museos más populares de la Ciudad de México.

Soy un espectador asiduo y entusiasta, convencido de que nuestros museos son importantes y no merecen menos que ser administrados con aptitud y excelencia para beneficio, sobre todo, del público.

En esta ocasión no hablaré sobre la curaduría ni el contenido de las exposiciones que visité ese día sino de algo tan elemental como lo difícil que fue ver las obras que se exhibían gracias, en parte, a una iluminación que además de ser escasa se reflejaba en los vidrios de las piezas, haciendo que entre trazos y pinceladas pudiera ver mi propio rostro casi tan claro como si de un espejo se tratara; y en parte, también, a unas fastidiosas líneas dictatoriales adheridas al piso a una distancia tal que ni siquiera se podían leer las fichas técnicas. Tan mala era la visibilidad que llegué al absurdo de tomar fotos con mi celular de algunas de las piezas —menos mal que compré el permiso fotográfico en la entrada— para luego poder examinarlas a la luz del dispositivo.

Al encontrar en mi recorrido una obra en frente de la cual felizmente no había ninguna rayita obstructora me acerqué con cautela solo para recibir la reprimenda sonora y altanera de un custodio: “¡Un paso de distancia!”, “¿Un paso de los de usted o un paso de los míos?”, le pregunté. No entraré en detalles de lo que ocurrió después, pero sí diré que se me solicitó que contara un determinado número de cuadritos del piso de madera y que fui cuestionado sobre si nunca antes había ido a un museo.

Por fortuna he tenido la oportunidad de conocer muchos museos a lo largo de mi vida. Y el asunto es que esta experiencia no es particular de este museo en cuestión sino algo que he visto repetirse en otros museos de la ciudad, con diferentes vocaciones y niveles de afluencia.

Contrastes

En una ocasión fui testigo de cómo a un visitante le permitieron acercar el rostro a una obra con la condición de que mantuviera el cuerpo alejado y los brazos cruzados detrás de la espalda en un contorsionismo tan risible como incómodo. En otro museo de arte contemporáneo una pieza que solo podía activarse al tacto del espectador estaba neciamente cercada por una barrera. Y en otro presencié con estupefacción cómo integrantes armados de la policía bancaria, que fungían de custodios en una determinada exposición, asediaban al público sala tras sala.

El efecto de estas medidas exageradamente restrictivas y a menudo intolerantes y violentas es la transgresión de uno de los propósitos esenciales de los museos, que es estar al servicio de la sociedad propiciando espacios de inspiración, estudio, educación, recreación y emoción. Los custodios prepotentes, las líneas separatistas, los vidrios reflejantes y —el colmo— las armas no solo no permiten el adecuado cumplimiento de esta función sino que provocan lo contrario: miedo, aburrimiento, distanciamiento y rechazo.

Es, desde luego, indispensable la conservación y el resguardo del patrimonio cultural y artístico. Sin embargo hay decenas de casos de vandalismo alrededor del mundo —que incluyen balazos, grafiti, cuchillos y bombas de ácido— perpetrados contra obras de arte como la Mona Lisa de Da Vinci, la Venusdel espejo de Velázquez, la Ronda de noche de Rembrandt o el Guernica de Picasso, entre otros, a pesar de los custodios, las líneas, los cristales y todo tipo de precauciones.

En contraste existen ejemplos estupendos de museos que no solo no prohíben sino que fomentan la toma de fotografías, la contemplación libre y tranquila y el acercamiento entre los espectadores y las obras. Una exposición que visité hace poco en un museo extranjero, por ejemplo, ponía lupas a disposición del público para que este pudiera examinar una importante colección de grabados de Goya en todo su maravilloso detalle.

Ante una inconsistente conciencia cívica —no solo en los museos sino en las calles y otros espacios cotidianos— existen argumentos a favor de alejar, asustar, hostigar y reprimir. Sin embargo yo elijo acercar, guiar y concientizar desde un sentido de pertenencia. Resulta que la delgada línea entre la apreciación y el vandalismo no es la que se adhiere en el piso del museo sino, como suele suceder, la educación.