MURIÓ LA DOÑA

¡Yo soy la divina garza!

Alberto Barranco
Columnas
María Felix
Cuartoscuro

Agotado el último puño de tierra que apresaba el ataúd de metal, carcomido ya por dos meses de humedad, removida la losa de mármol, los floreros con rastrojos y el incipiente pasto, el escenario quedó listo para la diligencia. La camilla para trasladar el cuerpo. La ambulancia del Servicio Médico Forense. Los paramédicos. Los portafolios al resguardo de los oficios judiciales. Los rostros entre severos, contritos y expectantes.

“¡Esto es un sacrilegio!”, habría estallado la furia de La Doña, y a lo mejor doña Bárbara descargaría la pistola sobre el puñado de infames, haciendo temblar al Panteón Francés de San Joaquín.

María Félix, es decir María de los Ángeles Félix Güereña, había dejado claro, clarísimo, en su testamento que el ataúd jamás se abriera. Minutos antes del velorio este había sido sellado. Que me recuerden como fui, no como soy, había lanzado la sentencia.

Pero Benjamín, es decir Benjamín Félix Güereña, el menor de los diez hermanos de La Doña, había logrado contraorden judicial en la sospecha de que esta hubiera sido envenenada.

Háganle la autopsia, decía la orden.

Y María, la mujer de Lara y de Negrete, la musa de José Alfredo, Juan Gabriel y Cuco Sánchez, estaba incorrupta. El rostro, castigado por los años, 88 acumulados, tenía aún rescoldos de aquel que enloqueció a Diego Rivera.

El cuerpo estaba salpicado de imágenes de santos, amuletos, flores resecas. La espalda estaba recargada sobre un Cristo. El rostro doliente, la corona de espinas, el cuerpo desnudo, la cruz se dibujaban en el vestido.

Leyenda

El susto del hermano, el benjamín de una familia de once hijos, evitó el escándalo. La contraorden fue tajante: dejen todo como estaba.

María, pues, regresó al reposo eterno al lado de su adorado Quique, su único hijo. El niño que le ponía sal a la azucarera para irritar a Agustín Lara.

La leyenda se mantuvo intacta.

La mujer que a juicio de Enrique Krauze se robó el siglo; la de los desplantes con la prensa (“Si todos los hombres fueron tan feos como tú, sí sería lesbiana”); la de la danza de los millones; la de los pleitos con Jorge Negrete, con Cantinflas. La que decía no creerse la divina garza: “¡Yo soy la divina garza!”, había muerto el día de su cumpleaños.

El telón le cayó dormida.

Y el largo duelo. El homenaje en el Teatro Jorge Negrete, donde se veló lo que quedó de Pedrito Infante. El coro de actores, actrices, aspirantes, meritorios, entonando María Bonita; la escala en Bellas Artes que duraría 22 horas, dado el tumulto. El adiós a la diosa. La lágrima por la diva. La gardenia por la artista que se conmovía por el amor absurdo de Tizoc y cacheteó a Pancho Villa antes de ponerle los cuernos a Fernando Soler y bailar can-can en el Café Colón.

Y las camionetas de flores con proa al panteón francés de San Joaquín. El mariachi arrancándose con Ella, compuesta en la profesión de amor eterno de José Alfredo: Me cansé de rogarle. Me cansé de decirle que yo sin ella de pena muero.

Una semana antes, 87 años a cuestas, había ido a un concierto de Luis Miguel, quien se había bajado del escenario para besarla.

—¿En dónde, señora?

—En la boca, dónde más…

Se nos fue María. “No quiero que abran la caja. Nadie. Na-die”, reclamaban los ojazos saltados de furia.