SOBRE EL PRECIO Y APRECIO EN EL ARTE

Lo que no se valora está destinado a desaparecer.

Juan Carlos del Valle
Columnas
“Botín hundido”, óleo sobre lienzo, 30 x 40 cm
Juan Carlos del Valle

Es usual que coleccionistas y compradores de arte se jacten de haber conseguido obras magníficas de artistas poco conocidos en precios de ganga. Todo aquel que haya participado como comprador en una subasta de arte sabe que buena parte del encanto de hacerlo consiste justamente en la posibilidad de descubrir un tesoro escondido, una maravilla que haya pasado desapercibida para el resto del mundo y convertirse así en el nuevo propietario triunfal de una joya, sin gastar mucho dinero.

Este fenómeno me hizo reflexionar sobre las categorías problemáticas del valor y el precio y de qué manera no se corresponden necesariamente uno con el otro en el contexto del mercado del arte. Es decir: hay obras que no cuestan lo que valen y otras que no valen lo que cuestan. Bien decía Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray que “hoy la gente conoce el precio de todo y el valor de nada”.

Los valuadores profesionales de arte han establecido una serie de parámetros, de alguna forma medibles y verificables —autor, época, formato, procedencia, estado de conservación y demanda del mercado, entre otros—, para determinar los precios de las obras. Se trata, pues, de un método hasta cierto punto objetivo. Sin embargo ¿qué sucede con los mecanismos altamente subjetivos de la asignación de valor? ¿Quién juzga lo que es valioso y lo distingue de lo que no lo es? Y más importante aún ¿cuáles son los criterios o motivaciones para reivindicar el valor de algo?

Trascendencia

Es revelador, por ejemplo, el caso de la Fridamanía. Hasta antes de los ochenta Frida Kahlo era una artista relativamente desconocida en el ámbito internacional. Una serie de acontecimientos que incluyeron una exhibición de su obra en la Whitechapel Gallery en 1982, la retrospectiva que se le hizo en la Tate Modern en 2005 y el hecho de que Madonna adquiriera públicamente algunas de sus obras y manifestara su entusiasta admiración hacia la pintora mexicana convirtieron a Frida en la marca global que es hoy. Es la heroína predilecta de muchas minorías, icono reconocido en todo el mundo y embajadora póstuma de nuestro país.

Se ha fetichizado tanto la imagen de Frida, que algunos intelectuales critican el hecho de que se preste mucha más atención al personaje —su aspecto, su ropa y sus relaciones— que a las contribuciones reales de la artista a la historia del arte mexicano y universal.

Y es que más allá de la significación intrínseca que pueda tener la obra de Frida Kahlo es indiscutible que resulta muy conveniente ponerla en valor ya que existen claros intereses económicos, sociales y políticos detrás de ello. Nadie invierte tanto dinero, tiempo y energía en algo que no vale la pena. En otras palabras, la asignación de valor no se finca en parámetros imparciales o desinteresados sino en un determinado retorno obtenido.

Generar valor implica identificar aquello que es importante y a menudo rescatarlo de la invisibilidad para protegerlo y a fin de cuentas fomentar su trascendencia. Lo cierto es que lo que no se valora está destinado a desaparecer. Así, me pregunto cuántos poetas, músicos o pintores valiosos han sido —y siguen siendo— relegados al olvido y la indiferencia por no haber suficientes motivaciones para conservarlos en el contexto de una narrativa económica, política o social específica. Personalmente me inclino a creer que el poder del arte prevalece sobre estas consideraciones, casi siempre pasajeras e injustas, y que es el tiempo el último juez de lo que verdaderamente vale.