VER ARTE EN TIEMPOS DE LAS REDES SOCIALES

Se ha generado un turismo cultural de selfies.

Juan Carlos del Valle
Columnas
“Selfie”, óleo sobre lienzo, 16.5 x 13 cm
Juan Carlos del Valle

De acuerdo con algunos estudios un visitante promedio pasa menos de dos segundos mirando cada obra de arte. Esto no es extraño en un mundo en el que consumimos imágenes desaforadamente: entre cuatro mil y diez mil diarias, según los expertos en marketing digital.

Y es que en una cultura visual como la nuestra, totalmente saturada y casi completamente mediada por dispositivos digitales, parece irremediable que la capacidad de atención del espectador sea corta y fragmentada. En las redes sociales las imágenes pasan tan rápido que a veces es imposible volverlas a encontrar dentro de la vorágine de fotos donde se mezclan caótica e indiscriminadamente las vacaciones de un amigo, la publicidad de una tienda departamental y la más fina pintura de Rembrandt.

No parece que haya hoy ninguna experiencia humana, trivial o trascendental, que no termine publicada en redes sociales: comidas en restaurantes, hazañas deportivas, fiestas de cumpleaños, nacimiento y crecimiento de los niños, todo tipo de reuniones sociales y viajes, se comparten en un flujo interminable de fotografías. El arte, por supuesto, no escapa a esta dinámica obsesiva: miles de personas van a museos, ferias de arte y galerías con el propósito expreso y único de tomar selfies.

Basta visitar algunas de las exposiciones de arte contemporáneo que hay en este momento en la Ciudad de México para constatar este fenómeno. Una chica mira a la cámara de su celular y hace varias poses dando la espalda a una de las obras exhibidas: manos en la cintura, luego tocando el ala de su sombrero, gesticulando en el aire, con lentes oscuros, sin ellos. Otra mujer se acerca a su novio, quien ha estado disparando fotos pacientemente y pasa unos segundos viendo el resultado en la pequeña pantalla.

No está satisfecha, así que regresa al lugar original. Más fotos. Se pone de perfil, sonríe y mira al techo en un gesto simuladamente esporádico. Vuelve a evaluar y parece que esta vez sí hay una foto ganadora. Hay decenas de personas haciendo lo mismo.

Otro universo

Tomar fotografías y videos y publicarlos se ha vuelto más importante que la propia experiencia de las obras, las cuales son un mero instrumento, un telón de fondo; no existen excepto para ser objeto de una oportunidad fotográfica.

Los museos y otras instituciones culturales saben perfectamente que mientras más fotogénicas sean sus exposiciones más entradas venderán: superficies reflejantes, confeti, puntitos de colores en cuartos infinitos y albercas de pelotas funcionan de maravilla. Se ha generado un turismo cultural de selfies. Exposiciones de producción espectacular pero a menudo huecas; vacías de contenido pero repletas de gente.

Desde luego, existen también indiscutibles ventajas en torno de la dinámica de consumo de arte a través de las redes sociales. Personalmente me sorprendo cada día ante la cantidad y calidad de artistas desconocidos que descubro en estas plataformas y que están, literalmente, al alcance de mi mano. Este acceso a tanta información visual no tiene precedente y es, desde luego, un privilegio del cual la mayoría de los pintores en la historia del mundo no han podido disfrutar. Si hasta hace algunos años era difícil encontrar publicaciones de estos artistas hoy las imágenes están ahí, en alta calidad y de forma cotidiana e inmediata.

Otro beneficio para los artistas es tener la posibilidad de mostrar nuestro trabajo a miles de personas de todo el mundo de forma instantánea, libre, gratuita y sin intermediarios.

Las redes sociales se han convertido en una herramienta extraordinaria para que el público descubra arte, lo siga e incluso lo compre.

Como pintor, el tema del consumo de arte instantáneo en la era de las redes sociales me interesa particularmente porque los tiempos de la pintura —de la buena pintura, al menos— son esencialmente contemplativos. Recorrer las pinceladas no solo con la vista sino con el gusto, el olfato, con todo el cuerpo: caminar hacia atrás y hacia delante, de un lado a otro, sin prisa, para ir descubriendo en toda su dimensión el color y la forma, las luces y las sombras, su calidad. Estar verdaderamente presente para atisbar el milagro creativo que trasciende tiempo y espacio, reconocerse en él y maravillarse. Penetrar otro universo, si la compulsión de tomar selfies lo permite.