IN MEMORIAM: MARUJA BARDASANO

Como suele ser el destino de los expatriados, ni México los hizo suyos ni tampoco España.

Juan Carlos del Valle
Columnas
Foto: Especial
Foto: Especial

Antes de conocer la vida y leyenda de José Bardasano (1910-1979) conocí su obra. Quedé cautivado por el misterio de sus atmósferas y la finura cromática de su paleta. Sin saber todavía que la pintura sería mi camino profesional ese encuentro inicial, ese golpe inmediato de afinidad con la obra de Bardasano fue tan solo el comienzo de una relación con muchos efectos por venir.

Años después, siendo ya estudiante de pintura, escuché testimonios de quienes lo conocieron de primera mano, principalmente de mi maestro Demetrio Llordén, su alumno más destacado. Indagar sobre la vida y obra de Bardasano se convirtió en un afán: desde la época de la Guerra Civil en España, que tanto determinó su trayectoria, pasando desde luego por sus años en México —a donde llegó exiliado en 1939— hasta su definitivo regreso a España en 1958.

El paso de Bardasano por México se caracterizó por su generosa labor docente. Como maestro, decían quienes estuvieron en su taller, era inflexible, exigente, disciplinado y riguroso hasta la intolerancia. Detrás de su método de enseñanza estaba todo el peso de la tradición de la gran escuela española de pintura y quienes estudiaron con él heredaron, además de un enorme respeto por el oficio de pintar, su extraordinario amor por la buena pintura.

En 2000 viajé a Madrid con Llordén y allí tuve la oportunidad de visitar el estudio de Bardasano. Hoy, casi 20 años más tarde, la experiencia sensorial, emocional e intelectual de haber conocido su hogar y espacio de trabajo sigue vívida, grabada en mi memoria. Fue en esa ocasión que conocí a su viuda, Paquita, y también a su hija Maruja. Al reencontrarse después de años de no haberse visto nunca olvidaré las primeras palabras que Maruja le dirigió a Llordén: “¡Demetrio, qué viejo estás!”

Complicidad

A bordo del Sinaia Maruja llegó a México junto con su familia. El estudio de Bardasano aquí era un punto de confluencia cultural y así creció Maruja, entre los artistas e intelectuales que rodeaban a su padre. No es de extrañarse, entonces, que ella misma se formara como artista: como bailarina clásica y también —de manera ineludible— como pintora.

Desde aquella primera reunión en Madrid —seguida por una posterior en Aravaca, donde me mostró aún más obra de Bardasano— entre Maruja y yo surgió una afectuosa complicidad, derivada del simple hecho de pertenecer a la escuela de su padre. Mantuvimos correspondencia periódica durante años y siempre preguntaba anhelante por su México. En un correo electrónico más o menos reciente le conté sobre la exposición que tuve el año pasado en el Museo Nacional de San Carlos, a lo que me respondió:

“A mi regreso a Madrid, después de cuatro meses de ausencia en la Sierra, recibo la grata sorpresa de tu exposición en San Carlos. Si me permites, te diré que se advierte la escuela de Bardasano, maestro de tu maestro, Demetrio Llordén. Te agradeceré sigas manteniéndome al corriente de tus actividades pictóricas”.

Hace unos días murió Maruja Bardasano y con ella una de las últimas voces del exilio republicano español en México. A pesar de la enorme relevancia cultural que tuvo para nuestro país poco se ha estudiado y reconocido a esta generación de pintores brillantes ya que como suele ser el destino de los expatriados ni México los hizo suyos ni tampoco España.

Con menos razón se les recordará hoy que la palabra “refugiado” cada vez causa más miedo y rechazo, hoy que predominan los regionalismos sobre lo global y se privilegia el yo sobre el nosotros. Sirva este breve texto, entonces, para rendir un modesto homenaje a Maruja Bardasano y a los artistas del destierro, de cuya escuela soy orgulloso y agradecido sucesor.