ARTE LENTO

Juan Carlos del Valle
Columnas
 Archivo Juan Carlos del Valle.
Archivo Juan Carlos del Valle.

Eran las seis de la tarde del 19 de septiembre y en la Ciudad de México llovía intermitentemente. Los espectadores fueron llegando y llenando poco a poco los asientos disponibles en la capilla del Convento de las Madres Adoratrices de la colonia Guadalupe Inn. La atmósfera al interior del templo era cálida y acogedora. Al cruzar la puerta, el pasillo flanqueado por las dos filas de bancas en penumbra dirigía inmediatamente la mirada al luminoso altar del fondo donde, flotando, estaba el golpe visual en amarillo, rojo y verde de mis tres pinturas. Al momento de entrar todos guardaban silencio instintivamente, atrás quedaba el ruidoso caos citadino.

Desde que el proyecto Soplo fue concebido ya tenía claridad sobre cómo quería que se viera la intervención y, más especialmente, cómo quería que se sintiera. Junto con un equipo de trabajo sensible y eficiente —que incluyó, desde luego, a las encantadoras Madres anfitrionas— se logró un auténtico encuentro místico y estético con el espacio sagrado. Lo que era difícil anticipar era el tipo de reacción que se obtendría del público visitante.

En 2009 había trabajado en El pan de cada día, otro proyecto de arte público emplazado en el interior de algunas iglesias. Y a pesar de ser completamente diferente a Soplo en concepto y ejecución aprendí ya desde entonces lo incómodos que pueden resultar para mucha gente los cruces entre arte contemporáneo y religión. Y no me refiero solamente al gremio liberal y progresista de artistas e intelectuales sino también a algunos miembros reaccionarios del interior de la institución eclesiástica. Es curioso cuando sucede que un mismo proyecto tiene la capacidad de irritar a gente de ambos extremos ideológicos del espectro.

Deliberadamente no se instruyó a los espectadores sobre ningún comportamiento o protocolo a acatar en el transcurso de la experiencia mística que se programó como parte de la inauguración. Esta duró una hora y consistió en una sucesión de cantos y silencios en intervalos de cinco minutos. Pasado el primer canto llegó el primer silencio y los asistentes aguardaban expectantes a que “algo” sucediera. Sin embargo se encontraron desconcertados con que no pasaba “nada”. Solo había silencio, radical y absoluto, interrumpido poéticamente por el lejano tronar del cielo tormentoso de la ciudad. Cuando parecía que el estruendo del silencio se prolongaría para siempre empezaba de nuevo a sonar el dulce canto de las Madres. Así, este acto performativo, este vaivén auditivo conducido por las monjas nos fue sumiendo cada vez más en una especie de estado hipnótico y meditativo.

Al cabo de la hora hubo quienes de forma espontánea y cautelosa se acercaron al altar para examinar las obras, mientras que otros se dirigieron a la salida de la capilla y ya estando fuera de ella seguían hablando en susurros como presas de un hechizo. Y es que todos los asistentes estuvimos, durante una hora, inmersos en otro tiempo, en otro estado. Alguien comentó más tarde: “Debe ser algún tipo de récord haber logrado que más de un centenar de personas nos sentáramos en silencio a contemplar tres pinturas”.

Y es que hace dos siglos la vida era más lenta. Hoy en cambio no alcanza el tiempo para nada: comida rápida, moda rápida, relaciones rápidas y consumo instantáneo. Todo está contenido en teléfonos móviles inteligentes para más velocidad y eficiencia. ¿Qué posibilidad de análisis y reflexión puede haber en este entorno de permanente prisa? ¿Qué oportunidad de estar en uno mismo? ¿Qué esperanza de paz y reposo? Es por eso que ahora, probablemente más que en ningún otro momento de la historia, el silencio, la desaceleración y la contemplación resultan nociones absolutamente disruptivas e incómodas.

Contrario a lo que pudiera asumirse Soplo no fue un acto religioso pues se trató de una experiencia comunitaria y afectiva, incluyente y abierta para cualquiera, independientemente de su credo o afiliación ideológica.

Quizá el aspecto más estimulante de este proyecto fue poder ser testigo presencial de las posibilidades que tiene el arte de reenergizar al espectador, de ser contundente al provocar un cambio de ritmo, de detener la inercia cotidiana e inducir un estado de lenta contemplación.