CASA DE LA GUADALUPANA

En la capilla del pocito bebió el generalísimo José María Morelos su último vaso de agua.

Alberto Barranco
Columnas
Foto: Especial
Chad Zuber

Es el orgullo de ser, montado en un caballo de cartón, con sombrero de charro y la Morena al lado. Es el sonido eterno de la chirimía, tristeza eterna de los indios, que envuelve en ritos, descalza, la danza tradicional de penachos de colores gigantes, pectorales y cascabeles en los tobillos; es la guitarra cansada, el acordeón enfermo y la trompeta pulida toda la noche que marcan los pasos de los chinelos de máscaras rituales y túnicas de colores brillantes al son de El pescador, que ha de repetirse hasta que los pies sangren…

Es una camiseta blanca con la imagen impresa, a colores, desfilando, altiva, en las calles de Los Ángeles, California. Es la lágrima de la postal. El recuerdo de La Villa. El taco de acociles vivos o de charales asados con guacamole; las gorditas de maíz azul rellenas de haba y cubiertas con queso; la ensalada de nopales, el consomé de barbacoa o el plato rebosante de mole poblano.

Es la Basílica de Guadalupe.

El lugar más tradicional, el más genuino, el más representativo: “El centro de México”, lo llamó el poeta Carlos Pellicer.

Es un museo repleto de retablos o exvotos de dibujos simples, dulces, pintados de colores ingenuos por manos ingenuas; las peregrinaciones interminables, con sus cascadas de flores, sus banderas, sus estandartes, su esperanza a cuestas; los globos, los castillos, las ofrendas de flores y los cohetones que rasgan el cielo con su estruendo.

Los pajaritos que “adivinan” la suerte escrita en papelitos de colores, los mariachis que llevan “mañanitas” a la Virgen, los atoles de champurrado, los tamales de mole, los platos de pozole, la estatua gigante en bronce de Juan Pablo II, las palomas que bajan en parvadas al atrio, las banderas, los estandartes, las veladoras, las criptas, las reliquias, las rodillas sangrantes de esperanza…

Recuerditos

La estampa del México eterno. LaTonantzin. La Morenita del Tepeyac.

En la capilla del pocito bebió el generalísimo José María Morelos y Pavón su último vaso de agua en camino por la aún joven Calzada de los Misterios hacia el cadalso en San Cristóbal Ecatepec.

La avenida con sus ermitas se abrió el 17 de junio de 1786.

En la capilla, a lo alto del cerrito, cuya rampa diseñó el arquitecto Francisco Antonio de Guerrero y Torres, Fernando Leal pintó angelitos negros, igualitos a los que les cantaba Pedro Infante.

Son siete los murales del artista que valen mucho más que la subida.

Y en el viejo panteón del Tepeyac, entre el frío del mármol blanco y el calor de las lápidas, están los restos del arquitecto Lorenzo de la Hidalgo, el mejor de su tiempo; del periodista Filomeno Mata, director del Diario del hogar, del doctor Rafael Lucio, médico de cabecera de Benito Juárez.

Ahí llegaría el cortejo con el ataúd de doña Delfina Ortega, la primera esposa de Porfirio Díaz, muerta en el Palacio Nacional.

Al pie prácticamente del cerrito, en lo que fuera la calle 5 de Mayo esquina con Misterios, vivió el extraordinario paisajista José María Velasco.

El tren a la Villa de Guadalupe salía de la Plaza Villamil, donde hoy está el Teatro Blanquita.

¿Un recuerdito de la Villa?