BARATILLO

Su principal aderezo está en el regateo, el desdén y hasta el blofeo.

Alberto Barranco
Columnas
Foto: Especial
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Chacharero de corazón, tenaz, astuto, incisivo, al baratillo dominical de larga cauda, allá por los cuarenta y cincuenta del siglo pasado, llegaba el alemán Franz Mayer, ejército de mecapaleros al calce, en cacería de muebles antiguos, con lupa en los de la época virreinal.

La enorme cosecha derivaría en el Museo Franz Mayer, instalado en el ala norte de la Alameda Central, al relevo del hospital de la mujer y antes el convento de San Juan de Dios.

De las expediciones de otro chacharero invencible, Carlos Monsiváis, surgió el enorme caudal que alimenta al museo del Estanquillo: cuadros miniatura de costumbres, escenas cotidianas y populares, en la magia del ingenio, carteleras de películas, revistas antiguas, fotografías descoloridas, letreros mercantiles o exvotos en lámina.

En su ensayo “en defensa de lo usado” Salvador Novo hablaba de “el calor humano de los anteriores propietarios, manifestado en las huellas digitales que ostentan las hojas en los libros o en el cómodo hundimiento de los cojines del sillón; el traje y los zapatos amoldados a las peculiaridades de una anatomía de gente pobre a quien cualquiera le sienta bien”.

En la escena el desfile de cajas de boleros adornadas con monedas, relojes de leontina con o sin manecillas, muñecas de vestido de encaje y rostro de porcelana, soldaditos de plomo o latón, máquinas de escribir y de coser, mesas de centro, libreros, colecciones incompletas de obras literarias, armas viejas, fonógrafos, estampitas de santos, herramientas, discos de 33, 45 y 78 revoluciones, cajitas de Olinalá, charolas de lámina con atentos saludos de una cervecera…

La oferta de La Lagunilla se extiende a lo largo y ancho de siete cuadras. Ahí se acuñó el verbo chacharear, cuyo principal aderezo está en el regateo, el desdén y hasta el blofeo.

Eterna

La semilla la sembró el desaparecido Mercado del Volador —que cediera su espacio al edificio de la Suprema Corte— con un pasillo de libros usados, otro de tornillos, tuercas, bisagras y chapas, y uno más de pinturas religiosas extraídas de haciendas del siglo XVII y XVIII.

Los tiliches se mudaron a un cuadrante delimitado por el callejón del Basilisco, la plazuela del Tequesquite, el callejón de los Papas y la segunda calle de la Amargura, recogiendo la estafeta del viejo mercado de Santa Catarina.

En la época prehispánica había en los linderos una laguna, desecada en la agonía del siglo XIX y el amanecer del XX, a cuya orilla desembarcaban las mercancías para el tianguis de Tlatelolco que, a decir de Hernán Cortés, recibía a 60 mil ánimas para comprar o vender todo.

Se requerían dos días para recorrerlo en su conjunto, decía el peninsular.

La zona, fuera de la traza de la Nueva España, se conocía como Colhuacatenco.

En el siglo XIX eran comunes las fechorías de los “ensebados” malvivientes, envuelto en sábanas el cuerpo desnudo cubierto de espesa capa de sebo, que lograban burlar a la policía al desprenderse de la tela en el intento de capturarlos tras un asalto, un robo a comercio o un par de cuchilladas al rival.

La puja camina de 45 mil pesos por una primera edición del libro que reúne un inventario de iglesias en la época porfiriana fotografiadas por Guillermo Kahlo, a 300 por un Silabario de San Miguel o 150 mil por un secreter de 1850, pasando por diez varitos por una canica de barro…

Eterna Lagunilla.