LA FALTA DE CONTINUIDAD

Dar continuidad a proyectos ya iniciados no implica resistirse a transformaciones que son necesarias.

Juan Carlos del Valle
Columnas
Foto: Especial
Juan Carlos del Valle

El 1 de diciembre de 2018, después de retirar el letrero que decía “prohibido el paso” y de que cientos de personas cantaran eufóricas la cuenta regresiva de los diez últimos segundos, se abrieron al público las rejas verdes de la antigua residencia presidencial. Pronto se confirmó que Los Pinos se convertiría en un centro cultural, sede de exposiciones temporales y otras iniciativas que promoverían el acercamiento transparente e igualitario del pueblo de México al arte. Sin embargo, enseguida empezó a generarse polémica cuando se supo quién dirigiría el proyecto cultural de Chapultepec.

Al margen de esto, al visitar por primera vez el Complejo Cultural Los Pinos me llamó la atención el aspecto desarticulado de las edificaciones: un conjunto de casas esparcidas sin un sentido aparente, dando la impresión de que cada uno de los 14 presidentes que ahí habitaron hizo y deshizo, decoró y redecoró, construyó y tiró a su gusto y capricho, sin orden, continuidad ni medida, tratando el espacio como si fuera su propiedad personal en vez de una dependencia pública con un propósito específico.

Este fenómeno no es aislado sino sintomático de una cuestión que parece ser generalizada en México: la falta de continuidad. Los trabajadores de la cultura no están exentos de este modo de operar y saben perfectamente que los cambios de administración vienen acompañados de un cambio de dirección y, consecuentemente, de equipo —aún si ello significa echar a la calle sin miramientos a hombres y mujeres con años de experiencia y profundo conocimiento—. Y con el nuevo equipo viene la muy probable interrupción de proyectos en desarrollo. Desde cambios aparentemente superficiales como poner flores en el recibidor, cambiar el color de los muros, la taquilla de lugar o el orden del recorrido de las salas, hasta transformaciones más profundas y estructurales que pasan por alterar los criterios de exposición, el nombre y logotipo del recinto o la vocación de los espacios museísticos: el cometido es cambiar.

Servicio

Y el problema no es el cambio, desde luego, sino el cambio por el cambio mismo, sin otras razones que lo justifiquen más allá de satisfacer los caprichos del director en turno. Hay museos que en aras de una renovación infundada promueven transformaciones que desconciertan tanto a los visitantes como a los donantes a quienes (en una labor titánica de recaudación de fondos para apoyar instituciones que de por sí cuentan con muy poco presupuesto) la dirección anterior había convencido de apostar por un determinado proyecto institucional que ya no parece tener la misma identidad ni trabajar hacia los mismos objetivos.

En vez de mantener, respetar o continuar, es usual que los responsables en turno —igual que los presidentes hicieron con Los Pinos— traten los espacios culturales como suyos y se tomen libertades arbitrarias siendo indiferentes ante las causas mayores, aquellas que trascienden el periodo limitado de su mandato y a ellos como individuos. Y dar continuidad a proyectos ya iniciados no implica resistirse a transformaciones que son necesarias, positivas y naturales, sino la conciencia de llevarlas a cabo desde un espíritu de respeto al patrimonio, creatividad, experiencia, talento y responsabilidad; trabajar con ánimo de servicio, no de autoservicio.

La falta de estabilidad, la improvisación y el manejo despótico, impositivo, egocéntrico, interesado y discontinuo de los museos y otras instituciones culturales no solo complica el ejercicio indispensable de colaborar y trunca los efectos constructivos que se generan desde ahí, sino que se traduce muchas veces en el deterioro material del patrimonio, impide la existencia de un programa cultural nacional efectivo y coarta la producción de contenidos consistentes en beneficio del público.