“Tengo fotos donde parece que se manifiesta el diablo”

Entrevista con Enrique Metinides              

Hector González
Foto de Enrique Metinides
Foto: Cortesi?a Museo Cuatro Caminos.

La crítica de arte Trisha Ziff rebautizó a Enrique Metinides como El hombre que vio demasiado: a sus 83 años, este individuo de estatura pequeña y escaso cabello tiene varias medallas que presumir: “Sufrí un infarto, me han atropellado dos veces, en igual número de ocasiones me caí en un barranco, me han tocado derrumbes, me perdí tres días en el Popocatépetl…”

Sabe que tiene más vidas que un gato, mas no vacila en agradecer a la Virgen de Guadalupe su buena fortuna: “Me ha cuidado y aquí me tiene”.

Metinides vive solo en su departamento de Avenida Revolución, pero tiene por vecinos a varios integrantes de su familia. En las paredes de su casa cuelgan máscaras, imágenes de la virgen, monedas antiguas, carritos de bomberos, ranas…

Sorprende la ausencia de algunas de sus fotografías. Es verdad, por otro lado, que no es precisamente amable tener imágenes de derrumbes, incendios o asesinados en el comedor.

El interesado en ver el trabajo del decano de la fotografía policiaca —no le gusta decir nota roja porque “esa nació cuando llegó el color a los periódicos”, argumenta— puede asistir a la exposición El hombre que vio demasiado: Enrique Metinides (1946-2016). 70 años de trayectoria, que tiene lugar en el Foto Museo Cuatro Caminos.

Enrique Metinides nació en la Ciudad de México en 1934. “Desde niño iba a ver películas de gángsteres”, recuerda. Fue entonces cuando perdió el miedo a la sangre y tomó el gusto a la fotografía. Su padre tenía un negocio muy cerca del Hotel Regis, donde vendía rollos y cámaras. Sin cumplir aún nueve años aprendió a retratar las pantallas del cine.

Después, en lugar de ir a clases se iba a retratar carros chocados en las delegaciones. En consecuencia, terminó la primaria en ocho años.

“Mi papá tenía un restaurante en San Cosme, a media cuadra de la estación de policía y a donde iba a comer un juez calificador. En una ocasión le enseñé mi trabajo y me invitó a la delegación para que retratara lo que quisiera”. En términos prácticos ahí empezó todo.

Cuando los gendarmes detenían al delincuente dejaban que el pequeño tomara la placa. “Tenía nueve años y hacía lo que muchos periodistas”.

Las tomas eran para consumo personal. Sin saberlo descubrió que su verdadera escuela no estaba en el salón de clases, sino en la calle y en las salas de cine. “Cuando tenía nueve años hubo un accidente en San Cosme”. La magnitud del choque convocó a los medios. Metinides fue el primero en llegar; poco después apareció el fotógrafo de La Prensa, Antonio Velázquez. “Le apodaban El Indio. Me preguntó sobre mis fotos y me propuso que se las llevara. Salí de su oficina con trabajo”.

El fotorreportero más joven

La primera imagen firmada por Enrique Metinides en “el periódico que dicen lo que otros callan” se publicó cuando tenía nueve años.

Meses más tarde su rutina dejó de ser la habitual para un niño de diez años: por la mañana acudía a Lecumberri; al Servicio Médico Forense y a la cárcel; entrada la tarde, las escalas eran la Procuraduría, la jefatura de policía, la estación de bomberos y la Cruz Roja.

Orgulloso, presumía los diarios entre sus compañeros de clase. El prestigio entre sus amigos y la satisfacción de saberse dentro de un diario no iban en proporción con los ingresos. “No me pagaban nada, al contrario: los rollos los compraba mi papá o yo mismo, con mis domingos”.

Llegó el día en que El Indio Velázquez dejó La Prensa para migrar al periódico Zócalo. No se fue solo: se llevó al todavía aprendiz. La misión era acompañar también el nacimiento de una nueva revista, Alarma.

Trabajo nuevo, cámara nueva. Su padre le regaló una más profesional, con retina, contax, etcétera. No había tiempo para tomar un curso, así que el aprendizaje se dio sobre la marcha, como casi todo en su vida.

Entre los colegas, Metinides se ganó el mote de El Niño. “En Francia dicen que soy el fotógrafo más joven de todos los tiempos”. Los apodos en su caso son precisos. No había llegado aún a los 15 años y ya portaba dos cámaras.

En Lecumberri se movía como pez en el agua. Incluso, asevera, se ganó la protección de José Ortiz Muñoz, El Sapo de Lecumberri, un militar que hizo del machete y las armas de fuego sus inseparables compañeras. Se le atribuyen más de 100 asesinatos, entre ellos cinco dentro de la prisión.

Para entonces, el fotógrafo ya tenía curtido el cuero y no era fácil conmoverlo. Sin embargo, conoció a una mujer que al morir su marido entró a trabajar de lavaplatos a una fonda. El dueño quiso abusar de ella pero ante el rechazo la acusó ante el Ministerio Público, soborno de por medio, y la encerraron. “Nuestro reportaje ayudó a que saliera. Los jueces no ayudan al pobre y menos si no tiene abogado ni dinero”.

Ese es el tipo de cosas que lo doblan. La sangre es casi el condimento de su trabajo. “Imagínese: me acostumbré tanto a verla, que de plano tomé el curso de paramédico que imparte la Cruz Roja. Tenía una bata para entrar a la sala de emergencias”.

A través de su mirada han pasado todo tipo de situaciones. El fotógrafo, generoso con la palabra enumera una a una. Accidentes de avión, huracanes en aeropuertos, la fuga de David Kaplan del penal de Santa Martha Acatitla en 1971, la captura de un tigre en la carretera de Querétaro —“yo mismo se lo llevé a María Elena Hoyos al Zoológico de Chapultepec”, comenta—… Al desfile de anécdotas lo respaldan impresiones. “Pa’ que vea con quién está hablando”, remata.

El tono cambia cuando se refiere a 1968 o al Halconazo de 1971. “Estuve en ambos; murió mucha gente. Había mujeres, bebés, señoras embarazadas. Las autoridades nos quitaron los negativos, pero alcancé a guardar algunos en los calcetines. No publicamos nada porque no se podía”.

La explosión del 19 de noviembre en una refinería de San Juanico y el terremoto del 19 de septiembre de 1985 pasaron también por su lente. “Tengo fotos donde parece que se manifiesta el diablo”.

El virus que nunca se va

Enrique Metinides solo tiene miedo a morir quemado y a la autopsia; “es una carnicería”, dice. A lo demás se acostumbró: las autopsias, los cadáveres. ¿El llanto? Pocas veces, cuando sabía que se había salvado de milagro. Como aquella noche de 1978: mientras hacía guardia en la Cruz Roja subió corriendo a la azotea para tomar la fotografía del aterrizaje de un helicóptero cargado de heridos. Un dolor intenso lo obligó a bajar arrastrando la escalera. El diagnóstico: un infarto.

Su inmunidad al terror no le endureció el corazón. En su archivo se le puede ver ayudando gente, en especial niños. “Me gustaba ayudar, ningún otro fotógrafo lo hacía”. Sin presunción, cuenta la historia de un menor al que atropellaron. Cuando lo dieron de alta nadie fue a recogerlo; en la antesala de que lo enviaran a un albergue, el periodista publicó un reportaje. El retrato del chico apareció en primera plana y sus padres fueron por él. “Así tengo miles de historias”.

El trabajo de Enrique Metinides ha dado la vuelta al mundo. Sus imágenes se han expuesto en Francia, Alemania, Holanda, España, Estados Unidos, Inglaterra y Polonia. Además, tiene tres libros publicados; solo uno de ellos en México, publicado por el gobierno capitalino en la era de Rosario Robles.

No es un hombre de teorías, sino de oficio y práctica. No hay secreto alguno en su talento. “Los encuadres los descubrí en el cine. Siempre quise que mis fotos fueran de películas. Una buena imagen periodística es aquella que tiene todos los elementos de la nota, que cuenta una historia”.

En 1998 dejó de publicar. “No me salí, me corrieron”, apunta todavía con un dejo de insatisfacción. Cree que aún podía seguir trabajando en La Prensa, pero sobre todo duele la forma: “No me dejaron sacar las cosas de mi locker”.

Sin romanticismo hizo sin problema el tránsito de lo manual a lo digital. En todo caso, el gran golpe fue la transición del color al blanco y negro. “Perdimos arte y elegancia”.

Ahora, ocasionalmente va con los bomberos o la Cruz Roja. El foco de sus tomas está en su familia: tres hijas, siete nietos y dos bisnietos. Su cámara está disponible para quien se la pida. Buena parte de su tiempo se lo dedica a su archivo, actualizado hasta el día de ayer. Carpetas, álbumes, cajas, todo metódicamente ordenado y dispuesto a ser mostrado a la menor provocación. “Mi archivo será para mi familia; esa será mi herencia y ellos sabrán qué hacer con las fotos. Por algunas todavía me dan buen dinero. Recién vendí una en Inglaterra y me la pagaron bien. En el extranjero me valoran, incluso más que aquí. Pa’ que vea con quién está hablando”.

Pero la tentación es mucha y el periodismo es un virus que nunca se va. Si hay un accidente sobre Avenida Revolución no resiste y sale a tomar fotografías. En ocasiones se encuentra con algún colega o paramédico que le dice Niño… Por supuesto, él responde. Hay apodos que no se olvidan y quedan para siempre.