QUE LA ORQUESTA SIGA TOCANDO

“Siendo una actividad humana, la vocación del arte es la del espíritu”.

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Ya llevamos más de un año viviendo en un mundo con pandemia. Colectivamente nos hemos tenido que adaptar a la crisis sanitaria más terrible de la historia reciente y sus efectos: nuevas dinámicas domésticas y laborales, rigurosos protocolos de socialización e higiene, inciertos flujos económicos, culturales y políticos. Y mientras más tiempo pasa, más agudo se percibe el desgaste sicológico, físico y emocional de todo lo anterior.

La acelerada llegada de las vacunas prometía el final anhelado de esta nueva realidad, tan limitante que a menudo se siente insostenible. Y si en un principio el mayor reto respecto de las vacunas parecía que iba a ser la logística de su distribución y aplicación global, se han estado revelando muchas más complicaciones, la mayor de las cuales es la ambivalencia e incertidumbre que rodea al tema: ¿son seguras todas las vacunas para todos?, ¿cuál es el alcance de su protección?, ¿cuánto tiempo dura su efecto?, ¿qué hay de las nuevas cepas más contagiosas y letales? Estos y otros cuestionamientos no pueden ser aún resueltos, ni siquiera por los expertos; se mezclan los rumores con los temores por ambigua información científica y todavía tenemos que conformarnos con especulaciones, teorías y buenos deseos.

Y con tal de sentirse más seguras, aún si esa protección resultara ser limitada, temporal o ilusoria, las personas están dispuestas a hacer hasta lo imposible para vacunarse: largas y tumultuosas filas, viajar a otro país —arriesgándose a contraer Covid en el proceso— o mentir. Están también quienes se sienten más protegidos no poniéndosela, aludiendo a teorías conspiratorias o posibles riesgos a su salud. En el fondo se encuentra, tanto en unos como en otros, el mismo miedo a morir. Mientras tanto, gobiernos y gigantescas corporaciones hacen lo que siempre hacen: capitalizar ese miedo en forma de dinero, votos y poder.


Arte

Cuando el Titanic se hundió en abril de 1912 —es decir, hace exactamente 109 años— el mundo se conmovió ante el trágico fracaso del indestructible ingenio humano y la pérdida de cientos de vidas. Historias de heroísmo y sacrificio extraordinario, así como de penosa cobardía salieron a relucir de boca de los sobrevivientes. Aunque retratadas de distinta manera, un par de películas sobre el Titanic que se hicieron en 1953 y 1958 hacen alusión a un hombre que se disfraza de mujer para poder salvarse subiéndose a uno de los botes. Y es que en tiempos de crisis, como las guerras o las pandemias, afloran los instintos más básicos y la complejidad de la naturaleza humana se manifiesta con más fuerza que nunca; casi nadie se quiere ahogar. En el momento en que la vida propia se ve amenazada, generalmente los ideales colectivos sucumben ante la supervivencia individual.

Así, si al principio de la pandemia parecía que había lugar para opinar sobre el comportamiento ajeno, en este punto los juicios ya no caben, puesto que casi cualquier reacción resulta justificable: salir de casa o no hacerlo, socializar o aislarse, vacunarse o abstenerse.

Es un hecho histórico documentado que la orquesta del Titanic continuó tocando mientras el barco se hundía y cientos de personas se sumergían en las gélidas aguas del Atlántico; los músicos murieron haciendo música. Y aquí encuentro una metáfora conmovedora sobre el papel del arte en la vida humana y más aún en tiempos oscuros. Y es que el arte permanece, trasciende a la vida e incluso a la muerte: ¡ars longa, vita brevis! Siendo una actividad humana, la vocación del arte es la del espíritu. Pase lo que pase, incluso si nos hundimos, que la orquesta siga tocando.