TALENTOS

Juan Carlos del Valle. Yo mero VII. Óleo sobre tela, 50x60 cm.
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Los antiguos griegos llamaban tálanton al plato de la balanza usada para medir el peso de los metales preciosos. De ahí que el término eventualmente se usara como unidad de medida monetaria. Sin embargo se cree que fue gracias a la parábola bíblica de los talentos —de la cual se desprende la interpretación de que Dios recompensa a quien desarrolla el talento recibido y castiga a quien lo esconde— que la palabra adquirió el significado de “capacidad” o “habilidad”.

En la actualidad existen decenas de programas de televisión que capitalizan el talento; concursantes que cantan, bailan, cocinan, diseñan ropa o exhiben diversos talentos frente a la cámara para asombro y deleite de las audiencias. Y mientras el mundo del entretenimiento celebra y hace del talento un negocio, en el medio del arte contemporáneo el talento —entendido como oficio o destreza técnica— es una cualidad no solo innecesaria sino completamente obsoleta desde hace algunas décadas.

Las ideas y valores que en algún momento se proclamaban como verdades sagradas y absolutas fueron puestas en crisis y hechas pedazos en favor de una visión del mundo teóricamente más libre, según la cual colapsaron las distinciones entre alta cultura y cultura popular, entre arte y vida cotidiana, cuestionando todas las instituciones, jerarquías y cánones que en el pasado habían sido incuestionables, incluyendo la noción del artista genial y la importancia que se le daba a la ejecución de una obra de arte. Esto ha dado pie a que, enarbolando la misma bandera de algunos artistas conceptuales genuinos y valiosos y bajo el argumento incontestable de que “todo se vale”, también hayan proliferado muchos oportunistas que, habiendo aprendido a jugar a las apariencias, son acogidos, exaltados y financiados por un sistema que, ya por principio, repele el talento.


Paradigma

Así, si alguien tiene alguna habilidad natural para dibujar, pintar, componer o esculpir, por ejemplo, no podrá desarrollarla en escuelas de arte que, en su mayoría, han deliberadamente limitado o eliminado de su programa académico las asignaturas de formación técnica. Y aun si esa persona lograra, con todo en contra, afinar ese talento y convertirlo en un lenguaje artístico personal, tampoco tiene más probabilidades de alcanzar reconocimiento, visibilidad institucional o éxito en el mercado que alguna otra persona que jamás mostró o se ocupó de desarrollar ese tipo de destrezas. Más aún, es muy posible —y ocurre a menudo— que si un artista tiene aptitud técnica es rechazado y demeritado con más vehemencia.

Por otro lado, hoy en día los alcances de la tecnología permiten generar, a través de aplicaciones sencillas en manos de cualquier persona, imágenes inmediatas, baratas, originales y atractivas, las cuales, con un trabajo de promoción adecuado, pueden presentarse y venderse como arte. Así, se abre la posibilidad de que todo aquel que quiera materializar una idea pueda hacerlo sin necesidad de tener ninguna habilidad o formación. Un fenómeno similar sucede con los influencers, la mayoría de los cuales, sin ningún conocimiento o especialidad aparente, captan y monetizan la atención de miles de seguidores —lo cual es ya en sí mismo un talento— gracias a la visibilidad y accesibilidad sin precedentes que ofrecen esas plataformas.

A pesar de la libertad, pluralismo y democracia que en teoría pudiera derivarse de todo lo anterior, pocos medios son tan elitistas, exclusivos y están tan jerarquizados como el sistema del arte; más allá de los postulados de la posmodernidad, hay algo esencialmente moderno en la manera en la que está estructurado. En la práctica, no es verdad que cualquiera sea un artista ni que todo tenga el mismo valor ni que el arte actual escape a cualquier intento de definición, pues si así fuera todos y todo tendrían igual acceso a museos, galerías, ferias o colecciones y valdrían el mismo dinero; no existirían las becas o bienales que premian y apoyan a algunos y descartan a la mayoría. En muchos sentidos, el canon es tan rígido y doctrinario como lo era hace dos siglos y ponerlo en tela de juicio se tilda de ignorancia o de nostalgia decimonónica.

Como ha ocurrido siempre, el arte se significa y resignifica en función a la conveniencia del sistema dominante que impone aquello que le interesa y descarta lo que le incomoda. Así entonces el paradigma actual desaira y se mofa de la destreza técnica y en cambio aplaude y rentabiliza la capacidad para la ocurrencia, el atajo, el disparate, el espectáculo y la fama; es mucho más importante tener o desarrollar un talento para las relaciones públicas, para vender y venderse, que recorrer el camino arduo y esmerado de consolidar un oficio y construir desde ahí un lenguaje y una carrera. En un sistema plenamente capitalista, la naturaleza de un talento solo importa en tanto que pueda capitalizarse. Si en sus acepciones arcaicas la palabra talento estaba ligada al dinero, ahora también.