DESCONOCIDA

“Necesitaba ponerle remedio a la falta de respeto con la que me traté”.

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Si me conociste de niña, déjame decirte que ya no me conoces. Si fue de adolescente, quizás un poco, aún conservo varias características de aquella época en la que definí quién era y en la que también descubrí que eso no era tan agradable, aceptable y otros “ables” para mi entorno y la sociedad. Si me conociste de veinteañera, entonces tampoco me conoces: como mi “yo” era inadmisible, construí otro “yo”, ese sí bien conveniente.

Aprendí bien a ser una mujer acomedida, sonriente de dientes para afuera, sumisa, temerosa, con pavor a no gustar, a no ser suficiente; a depender. Aprendí a asentir aunque no estuviera de acuerdo, a callar para evitar ser incómoda y no esa mujer perfecta, experta en cumplir expectativas, de la que los papás se sienten orgullosos y las suegras aman.

Y me lo creí. Soy tan adaptable, tan hábil para leer reacciones, gestos, que me convertí en una yo ajena a mí.


Claro que la verdadera persona dentro de los cuerpos y las palabras siempre está ahí, en estado de alerta, agazapada a la orilla del sitio desde donde tomamos decisiones para fugarse de la cárcel de lo social y políticamente pertinente y arruinarle la escena al simulador.

El problema fue que me convencí y como las mentiras, de tanto repetirlas, aparentan realidad, me convertí en una mujer joven con el miedo como forma de vida, porque además se sumó uno nuevo, autoimpuesto: el miedo a que los demás se dieran cuenta de que era una impostora.

Mis miedos crecieron tan grandes que desbordaron mi cuerpo y se construyeron contradictorios: miedo a hablar. Miedo al silencio. Miedo a la libertad. Miedo a salir sola. Miedo al encierro. Miedo al ridículo. Miedo a la rutina. Miedo al éxito. Miedo al aburrimiento. Miedo a la adrenalina excesiva. Miedo al cariño. Miedo al fracaso. Miedo a ser yo. Miedo a no ser yo. Miedo a equivocarme. Miedo a ser perfecta.

Volver a ser

Luego el miedo transmutó en rabia, en frustración, en deseos de invisibilidad, en ínfulas de grandeza, y eso me convirtió en lo que juré destruir: una señora llena de rabia que culpaba a los demás por su suerte, víctima de personas y circunstancias, como si yo fuera un ser sin voluntad ni valor ni poder.

Pero mi ser se rebeló y esa mujer rebasada de emociones confusas habló conmigo: necesitábamos volver a ser una sola persona. Para bien o para mal, para beneplácito o enfado o admiración o indiferencia o aceptación o rechazo de los demás. “Tan absurdo y fugaz es nuestro paso por este mundo, que solo me deja tranquila el saber que he sido auténtica, que he logrado ser lo más parecido a mí misma”, leí que escribió Carla Castelo. La sensación de mis entrañas ardiendo no podía ser un accidente. La verdadera persona adentro de mí por fin abandonó su escondite y se decidió a salir.

Entonces la ligereza volvió. La valentía volvió. La consciencia de que me fui infiel volvió y yo necesitaba ponerle remedio a la falta de respeto con la que me traté durante casi la mitad de mi vida.

Hoy ya no soy la niña asustada que fui, la adolescente insegura que fui, ni la joven dependiente de un hombre que fui.

Se acabó aquella incertidumbre por amor, aquel pasar por encima de mis emociones por complacer, a él, a ellos o a alguien más.

A toda existencia llega el momento de pagar el precio y, por lo que a mí respecta, estoy segura de que la vida será generosa con el cambio. Así que ya sabes: si me conociste antes, olvídate de esa yo, que hoy, por fin, y después de años de temores, soy Yo otra vez.

Mucho gusto en conocerte.