Aquella Zona Rosa

Tensas las ansias al fragor del mito, la expectación llenaba de bote en bote el espacio pardo de la calle de Hamburgo, salpicando de ganas de Génova a Londres.

Alberto Barranco
Columnas
“Demasiado tímida para ser roja”.
Foto: ivangm, Creative commons

Tensas las ansias al fragor del mito, la expectación llenaba de bote en bote el espacio pardo de la calle de Hamburgo, salpicando de ganas de Génova a Londres, a la espera de la odisea, la travesura del “niño terrible” de la pintura, en desafío a la “cortina del nopal”. El esnob a todo lo ancho que irrumpe al rugido de una motocicleta…

La chamarra negra. Los ojos de pantera. El pantalón ajustado. El medio mechón en el rostro. José Luis Cuevas escalando la pared de una casona, con perfil de hombre mosca. José Luis Cuevas a todo lo alto. José Luis Cuevas jalando el cartel que apresaba el telón.


El mural efímero, el suspiro que cobijó la tarde del 18 de junio de 1962, en la hora estelar de la Zona Rosa: la obra cumbre del artista a cuyos costados brotaban, ingenuos, un muchacho de múltiples manos derechas que apuntaban todas hacia la firma gigante del maestro, y la figura de una mujer obesa con perfil de miseria.

Mueran Rivera, Siqueiros, Tamayo y Orozco. Viva el paisaje renovado de la pintura mexicana.


La nueva historia. El borrón y cuenta nueva sobre el nacionalismo revolucionario.

Dicen que José Luis Cuevas le colocó el mote a la Zona Rosa. Dicen que fue Salvador Novo. Dicen que fue generación espontánea, tras fracasar el intento de zona dorada. Dicen que ahí se vivía la vida en rosa desde una suite del Hotel Geneve, tomando café en el Tirol, o escuchando a la crema de la intelectualidad en el Tolousse Lautrec.

Dicen que el rosa era el color del Grenwich Village.

Calificada por Vicente Leñero como “perfume barato en un envase elegante” o “hija de nuevo rico que presumía de mundana”, además de “guapa pero tonta”, ilegítima, pretenciosa, glotona, mojigata, la Zona Rosa llenó de excentricidades más de una página del México de los sesenta, setenta, y aún los ochenta…

Al cuadrado

“Demasiado tímida para ser roja y demasiado atrevida para ser blanca”, escribiría Leñero.

La historia, para entonces, era vieja.

Viejas las casonas del afrancesado porfiriano que le dieran luz, lustre daría el cronista de sociales, a la añeja colonia Juárez, que se volvieron restaurantes a la humillación del peladaje. Que Pancho Villa acampó en la calle de Liverpool. Que mi general Fierro se hospedó en el aristócrata Hotel Geneve, la joya de la corona que respetó la decena trágica.

Doña María Bermejillo de León vendió su propiedad para dar paso al legendario Focolare. La viuda de Rafael Alducin, el fundador de Excélsior, le cedió el paso de su casa al restaurante 1-2-3, en tanto la familia Solórzano perdió la suya para hacer el Normandie.

Y colocada la alfombra, llegarían el Jacarandas, el Bellinghausen, el Chalet Suizo, y en una de esas hasta el Sanborns de Niza.

Y había que aprender francés en las academias Berlitz; visitar las galerías de las hermanas Pecanins para presumir de intelectual, tomando luego café en el Toulouse Lautrec, y bailando a go-go en el Jacarandas.

Y ese rojito, el deportivo, es de mi papi.

Y ponte buzo, que a las seis llegan al Perro Andaluz Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, José Luis Cuevas, Juan Soriano… es decir, los galopantes, golfos, golfos, pero también caballeros andantes.

El libro al brazo para pasear el Pasaje Jacarandas. La chavita fresa para lucirla en el restaurante Alfredo’s, el Delmonicos o el Rivoli.

Y el restaurante Génova de Jacobo Glantz se volvió el más chic de comida kosher en México, con su extensión a la banqueta, su sopa fría de betabel y sus coles rellenas de carne.

La clientela la llenaban Rita Macedo, Manuel Felguérez, Carlos Monsiváis, Juan García Ponce, Luis Villoro, Octavio Paz, Enrique González Pedrero, Julieta Campos y las hermanas Monserrat, María Teresa y Ana María Pecanins.

Lléguele mi chavo.

El esnobismo al cuadrado. La Zona Rosa.