Ciudad desolada

“Civiles ocuparon el vacío de la autoridad de tránsito”

Carlos Ramírez
Columnas
Ayuda al Ángel de la Independencia
Ilustración: L. Barradas

L a racionalidad señala que son imposibles de prever las catástrofes naturales y que al final no se evitan encomendándose a Dios porque, desde La relación del espantable terremoto de 1541 en Guatemala, ha quedado claro que la fe no mueve montañas, aunque sí atempera un poco las almas. No: la responsabilidad es terrenal.

El terremoto del pasado martes 19 de septiembre de 2017, réplica histórica 32 años después del 19 de septiembre de 1985, lleva a la pregunta central: el sistema de protección civil es a posteriori y no preventivo. La Ciudad de México ha sido un botín político. Todos la usan, todos la manipulan, todos la quieren militante, pero nadie hace algo por ella: inseguridad, abandono, ahora tráfico de enervantes, violencia criminal… Algo se perdió sin remedio: el día martes por la tarde bandas de raterillos comenzaron a asaltar a capitalinos asustados aún por los movimientos de la tierra.


Civiles ocuparon el vacío de la autoridad de tránsito que se perdió en la ineficacia. Desde 1940 con Javier Rojo Gómez al 2017 con Miguel Ángel Mancera los gobernantes de la capital mexicana han administrado la ciudad no para hacerla más vivible sino para catapultarse como candidatos a la Presidencia de la República. Desde 1435 han ocurrido temblores en la ciudad central y nada, pero nada de nada han hecho los gobernantes para organizar mecanismos de prevención, salvo encomendar sus almas a Dios.

Responsabilidades

Vivimos en la Ciudad de México, que cruza la franja susceptible de temblores y terremotos, y ninguna autoridad ha previsto Responsabilidades Vivimos en la Ciudad de México, que cruza la franja susceptible de temblores y terremotos, y ninguna autoridad ha previsto algo más que protocolos de simulacros que nadie respeta. Cuenta la leyenda urbana que después del terremoto de 7.2 grados que derrumbó el Ángel de la Independencia el entonces regente Ernesto P. Uruchurtu preguntó, pasmado y pálido, de qué lado había caído el monumento, y cuando le dijeron que del lado norte solo alcanzó a decir: “¡Ay, mis gladiolas!” Y la ciudad y sus gobernantes siguieron su curso hacia sus frustraciones presidenciales.

La Ciudad de México —la capital de la República que ya no es capital, la ciudad que dejó de serlo como referente en tercera persona y se convirtió en primera persona despersonalizada como un espacio en el vacío republicano porque ni es ciudad ni es capital— queda al garete en responsabilidades: depende a medias de la Presidencia de la República pero sin mecanismos de exigencia de cuentas, y como gobierno estatal carece de instancias de libertad y soberanía. Eso sí: la ciudad que se resume en una sigla sin respeto a la ortografía (cdmx, cuando debiera ser CdMx) y que por cierto también se quedó sin gentilicio (¿cedemos, cedemex?), esa ciudad que está aquí y que es víctima de alguna maldición milenaria que augura su desaparición —leyenda urbana— por algún terremoto definitivo, esa ciudad volvió a convertirse en una solidaridad humana que de nueva cuenta volvió a aplastar a las autoridades incompetentes, ineficaces, sin conocimiento de la protección civil.

El “espantable terremoto” del 19 de septiembre de 2017 no fue la ira de Dios ni se atenuará con oraciones sino que requiere de exigencia de cuentas, de señalamiento de funcionarios incapaces de organizar mecanismos de prevención de efectos sociales de temblores e inundaciones y de reiterar que la ciudad no debe ser un trampolín de gobernantes