EL MITO DEL PINTOR

Tuvo una vida corta y difícil, iluminada por un periodo relativamente breve de frenesí creativo.

Juan Carlos del Valle
Columnas
 Yo, Vicente. Óleo sobre lienzo, 40x30 cm.
Juan Carlos del Valle

Debido a un proyecto de trabajo viajé hace unos días a la ciudad de Houston, donde tuve oportunidad de recorrer la más reciente exposición temporal del Museum of Fine Arts, Vincent van Gogh: su vida en arte, que se inauguró apenas el mes pasado.

De pintor a pintor es imposible no sentir una profunda empatía por la trágica historia de un artista que, ignorado por sus contemporáneos y menospreciado por la crítica y el mercado, murió a los 37 años prácticamente anónimo y atormentado por los trastornos mentales que padecía.

Me comentó uno de los directores del museo que además de ser una de las muestras más costosas de la historia reciente de la institución es también una de las más populares, duplicando el número de visitantes respecto de otras temporales en el corto tiempo que lleva abierta al público. “No hay nada que Vincent no pueda vender”, dijo con admiración. Y tiene razón. Hace poco leía que para saber si un museo cuenta con obras de Van Gogh en su colección basta con asomarse a la tienda de regalos. Varias producciones millonarias de Hollywood, best sellers y canciones comprueban esta premisa.

Y el éxito comercial de Van Gogh trasciende los museos, al ser uno de los artistas más codiciados y cotizados del mercado. Fue en los ochenta que se dispararon sus precios, estableciendo nuevos precedentes para el mercado del arte moderno. Junto con Renoir se convirtió en una de las firmas favoritas de los inversionistas japoneses. El mundo observó con asombro cómo en 1990 el empresario Ryoei Saito adquirió el Retrato del Dr. Gachet en 82.5 millones de dólares, convirtiéndose en la obra de arte más cara jamás vendida en subasta en ese momento y manteniendo esa distinción durante varios años.

Inseparables

Johanna van Gogh, cuñada del artista, fue la primera responsable en dar a conocer la obra de Vincent con efectividad e hizo de ello el propósito de su vida. Como parte de una lúcida estrategia de promoción compiló y editó un volumen con las cartas de Van Gogh a su hermano Theo. La publicación de las cartas abrió una puerta de acceso al intenso sufrimiento emocional del artista —que culminaría trágicamente con su aparente suicidio— y con ella la posibilidad de interpretar su pintura desde ahí. O más aún: la imposibilidad de hacerlo de otra manera.

Desde entonces empezó a articularse uno de los mitos más cautivadores de la historia del arte, que daría pie a una de las novelas más melodramáticas, apasionantes y lucrativas de nuestra era, que es la vida de Vincent van Gogh.

La obra de este pintor está ahora irremediablemente impregnada de su vida, al punto de que la una y la otra son ya inseparables. Incluso me atrevería a decir que a menudo la narración se impone sobre el arte.

Personalmente me han inquietado desde hace tiempo los mecanismos de construcción del artista como mito y he planteado esta reflexión pictóricamente por medio de un autorretrato, titulado precisamente “Yo, Vicente”: ¿es necesario cortarse una oreja, estar internado en un hospital siquiátrico y morir de manera dolorosa y prematura para despertar el interés del mundo del arte?

Parte importante de la leyenda de Van Gogh consiste en afirmar que recibió justicia y reconocimiento póstumamente. Sin embargo la realidad es que Vincent ya no vivió para ver nada de esto. Tuvo una vida corta y difícil, iluminada por un periodo relativamente breve de frenesí creativo. Su tragedia fue mitificada y el mito transformado en un fenómeno mercadológico extraordinario, arraigado en el placer generado a partir de su dolor.