LAS FERIAS DE LAS VANIDADES

Las ferias de arte son un escaparate donde ser visto es más importante que ver.

Juan Carlos del Valle
Columnas
Ojos birikis. Óleo sobre lienzo (40x30 cm).
Juan Carlos del Valle

Existen pocos fenómenos tan extendidos y de mayor crecimiento en el mundo del arte contemporáneo como el de las ferias de arte. Todo el año es temporada ferial y los centros de convenciones de decenas de ciudades son sede itinerante de este acontecimiento cada vez más globalizado. Y es que si en 2000 había 55 ferias de arte hoy hay más de 260 —un promedio de cinco a la semana—, de acuerdo con reportes recientes.

Así como he manifestado la fascinación que me provocan las experiencias de arte lento, es decir, aquellas que reenergizan al espectador e inducen estados contemplativos, con la misma intensidad pero en sentido inverso me descorazonan las ferias de arte. Recorrerlas es tan extenuante que incluso se ha acuñado en inglés el término “fairtigue” para aludir al agotamiento físico y existencial que se produce como consecuencia de asistir o exhibir en una feria de arte.

Si uno se aproxima a la feria poniendo atención a las obras exhibidas en los diferentes stands es imposible no sentirse fatigado antes de terminar el primer pasillo. Si en cambio uno desarrolla mecanismos para recorrer la feria completa no se habrá podido contemplar nada. En cualquier caso resulta abrumador: las ferias de arte no están diseñadas para la apreciación del arte. Estar en una feria se parece más a curiosear prendas de ropa en el botadero de descuento en un centro comercial o a mirar distraídamente el feed de Instagram que a una auténtica experiencia de contemplación artística. Una sucesión aparentemente interminable de galerías muestran cientos de obras que se disuelven en un torbellino confuso de ruido, aglomeraciones y mala iluminación, situación que favorece a las obras de mala calidad y asfixia a las pocas buenas.

Afán

Podría pensarse que al ser una experiencia de contemplación tan desafortunada para el espectador y perjudicial para las obras la creciente popularidad de las ferias de arte debe encontrarse quizás en el extraordinario negocio que representa para los exhibidores. Y esto efectivamente es así, pero solo para unas pocas megagalerías privilegiadas. La presencia ferial se ha convertido en una afirmación de éxito y de poder haciendo que las galerías pequeñas y medianas, con tal de pertenecer, se vean envueltas en un absurdo círculo vicioso de alto costo y pocos beneficios donde la casa siempre gana. Hacen todo lo posible para poder costear un stand —cuyo precio varía dependiendo del tamaño e importancia de la feria, pero que puede llegar a costar hasta 125 mil dólares, sin contar con otros gastos operativos— sometiéndose a una increíble presión, arriesgando poco con su propuesta de obra en aras de vender y recuperar algo de lo invertido.

En un plano ideal las ferias de arte deberían ser una plataforma efectiva de visibilización y comercialización; un punto de encuentro entre galerías, artistas, coleccionistas, curadores y amantes del arte que de otra manera estarían separados por la geografía. Una feria de arte debería ofrecer la posibilidad de conocer la escena del arte contemporáneo local concentrada bajo un mismo techo. Sin embargo, al menos en el caso de México, las ferias no representan la riqueza de la escena local ni toda la escena está representada en las ferias. Si así fuera, ¡qué deprimente escena sería la nuestra!

En cambio, las ferias de arte son un escaparate donde ser visto es más importante que ver. En un afán desesperado por llamar la atención en medio de cientos de estímulos visuales las galerías recurren a trucos tan básicos como letreros de neón, superficies reflejantes o piezas escandalosas ante las cuales el visitante y su teléfono móvil son el mejor agente promocional. Las ferias son un juego de apariencias, una celebración de la vanidad, un espectáculo de entretenimiento que muy poco tiene que ver con arte, al servicio de un sistema injusto que somete a la mayoría y favorece únicamente a unos pocos.