Céline: un escritor político

¡Nada con usted! Pernicioso, provocador, extranjero, médico de incurables, loquero de ocasión, combatiente de una guerra fangosa y sangrienta... partidario de las peores causas, ¡oh, querido asqueroso!

José Luis Ontiveros
Columnas

¡Nada con usted! Pernicioso, provocador, extranjero, médico de incurables, loquero de ocasión, combatiente de una guerra fangosa y sangrienta... partidario de las peores causas, ¡oh, querido asqueroso!

Se dice que quien intenta entrar a nuestra tierra, inmaculada de democracia —¡muy merecida!— es un escritor, y para más un francés, intolerable, criminal en potencia, decía un atildado y leído funcionario en una aduana inverosímil y aún más inexistente en el país de los nopales ya importados por los chinos.

—Se trata del tortuoso e intrigante de Louis-Ferdinand Céline. Sí, ahí está su carota inconfundible de canalla incorregible— apuntó el sabio miembro del consejo de pasaportes de escritores políticos y vesánicos, proféticos, licántropos, maledicientes en sus floreros, toreros enfrentados a los defensores de sí mismos (bestias y bestiezuelas), actricitas descocadas y uno que otro vendedor de canciones de Tin Tan.

Sí, Céline no ha muerto: ¡es un vampiro, un insepulto! Una plaga que no podemos combatir. Y eso que vivimos en Tenochdemocracy, algo superior a Disneyworld o al propio pasar de los babositos cosmopolistas por universidades de pedigrí tecnomórfico. Estamos tan fuera de época, que Céline es lo actual y palpitante.

—Mas ya es tiempo de escucharlo. No te sulfures, permítele desbarrar, deyectar, cretinizar; si soportamos a los vándalos cholos...

—Soy Céline, el escritor político, el político escritor, el que se las sabe todas, el crítico autorizado del Führer, un modelo superior a su amado general Calles. Yo lo sé, no lo oculten, raza de lagartijas, comedores de hostias, sacrificadores, tragadores de tacos; no finjan; yo he venido a zumbarme de todos ustedes, todos… Yo, el grande, Céline, nunca muerto. Vivito y coleando; con mi cola de dinosaurio facha; aquella que mandaron cortar ustedes para pasar de demócratas de última hora, algo conmovedor; yo quiero a este país…

Solsticio

Y Céline, sin guardar sus formas de gañán educado, tomó al sabio de los pasaportes y empleó su larga solapa de soplamocos para confesarle:

—Amo a este país más que al que sufrí, a mi propia patria hostil, a todo; a ese hoyo donde estuve en África, a todo.

Y agregó:

—A la podrida Dinamarca, cuyo dueño es Himmler, el de los ovnis de las SS, el de la galaxia Andrómeda, un demócrata interparlamentario y con un exquisito uniforme negro.

Naturalmente, o anormalmente, continuó, “amo a este país más que a la Alemania en llamas y todos esos boches tan pegados, tan fieles a Adolf. Yo por eso estoy en México. Lejos, distante. Un verdadero europeo, cuna de la civilización y madre de todos los vicios.

Y ya encarrilado siguió el despreciable escritor fascista Céline, innovador de la lengua francesa e infame per se, claro, por qué no, si se equivocó de bando: de no ser fascista, ahora sería reluciente premio galáctico: “Vengo a escribir nuevamente su historia —alegó—. El episodio de Puebla. ¿Cómo dejarlo pasar? ¿Que los zacapoaxtlas vencieron a los zuevos? A esa formación fiera de Argelia, ¡lo dudo! ¡Los zacapoaxtlas eran imperiales y conservadores! Que se valieron del cuerpo a cuerpo… Que el general de las “armas cubiertas de gloria” estaba tomando en una cueva, a resguardo; eso sí, con galeones. ¡Qué sí, qué no! Escribiré la verdad…

En eso llegó un piquete de agentes de cortesía y tomando a Céline de la mascada que le había comprado la amnésica reina de Inglaterra, confundiéndolo con el ya enterrado Churchical, lo llevaron al avión donde regresó (previa dosis de somníferos) a Francia o al Walhalla en el Solsticio de Invierno.