Más de 36 mil pinos naturales se producen este año en Tlalpan, Magdalena Contreras y Milpa Alta.
Cada diciembre surge la duda sobre qué árbol es más sostenible: ¿plástico o natural? Mientras persiste la idea errónea de que cortar árboles daña los bosques, se suele ignorar el impacto ambiental de los artificiales.
En la Ciudad de México, donde operan decenas de plantaciones certificadas de oyamel y ayacahuite, los productores trabajan todo el año para demostrar que un pino natural no solo es la opción más ecológica sino también pieza clave en la economía local y en la salud ambiental del suelo de conservación.
Este año los productores capitalinos ponen a disposición de las familias más de 36 mil árboles de Navidad, cultivados en 92 hectáreas de Tlalpan, Magdalena Contreras y Milpa Alta.
No se trata de árboles arrancados del bosque, sino de plantaciones diseñadas para mantener un ciclo permanente de reforestación, capturar carbono, infiltrar agua y ofrecer una alternativa económica para ejidos, cooperativas y pequeños propietarios. Al adquirirlos, explica Mayra Sosa, silvicultora del Vivero Forestal Rancho Las Palomas, en Santo Tomás Ajusco, se impulsa una cadena sustentable que permite que el suelo de conservación cumpla con su función ecológica y social.
Sustentables
Una parte del mito sobre los árboles naturales proviene de la poca información sobre cómo funcionan estas plantaciones. Los árboles destinados a la venta crecen en terrenos que antes se usaban para actividades agropecuarias poco productivas y que ahora se transforman en áreas forestales estables.
Cuando un árbol alcanza la talla comercial —entre tres y ocho años— se corta y en ese mismo sitio se deja un rebrote o se siembra otro ejemplar durante la siguiente temporada de lluvias. Así, cada árbol cosechado abre el espacio para uno nuevo, manteniendo un flujo constante de vegetación.
“Cortamos, sembramos, cortamos, sembramos... Eso nos define: no dañamos el bosque; por el contrario, lo conservamos”, dice Sosa rodeada de plántulas que su equipo produce desde semilla. Su plantación, familiar y certificada, depende del trabajo de ocho familias, la mayoría encabezadas por mujeres.
Cada árbol requiere años de manejo: cajeteo para retener humedad, podas continuas, desinfección para evitar plagas y un cuidado minucioso de su forma.
Un pino de dos metros puede tardar hasta diez años en estar listo, pero al dejar una rama viva tras el corte el tiempo para el siguiente árbol se reduce a cinco años. “El recurso se multiplica, no se agota”, señala Sosa durante un recorrido por el lugar.
La ubicación del vivero no es casual. El Ajusco es un punto clave de recarga de acuíferos para la ciudad; por ello, la familia abandonó por completo el uso de químicos y ahora trabaja solo con fertilizantes orgánicos como humus, ceniza, compostas y extractos de ajo o vinagre. La tierra, insiste, debe mantenerse sana para que el agua siga infiltrándose hacia los mantos acuíferos que abastecen a la capital.
Platica que este año las lluvias atípicas y las heladas provocaron estrés en cientos de árboles. “Llovió en una semana lo que antes llovía en un mes y luego vino el hielo. Muchos se quemaron y están en recuperación”.
Aunque no hubo pérdidas totales, algunos ejemplares deberán descansar una temporada completa. El clima irregular incrementó el trabajo, pero no frenó la producción: la familia mantiene su meta anual de alrededor de 100 árboles vendidos directamente en la plantación.
Además del trabajo forestal, Rancho Las Palomas se ha convertido en un espacio donde las familias pueden convivir con el entorno natural y conocer de cerca el proceso de producción. Durante los fines de semana los visitantes recorren los viveros, observan cómo se forman las plántulas, aprenden sobre manejo orgánico y participan en actividades como la elaboración de coronas hechas con materiales reutilizados del propio bosque.
El objetivo es que cada persona entienda que la compra de un pino tiene un origen comunitario y un impacto ambiental positivo.
Rentados y en maceta
La experiencia de La Cima del Rocío, en San Miguel Topilejo, refuerza las ventajas del manejo sustentable. Ahí Óscar Madrigal desarrolló un modelo de árboles en maceta para renta, pensado para quienes buscan una opción circular: el árbol entra a la casa solo por unas semanas y luego regresa a su plantación original, donde continúa creciendo.
El proceso requiere técnica. “Desplantamos el árbol sin dañar las raíces principales, lo colocamos en una maceta adecuada y lo llevamos al domicilio”, detalla en entrevista.
Durante la renta su equipo brinda seguimiento para evitar estrés hídrico o daños por cloro, y al finalizar la temporada el árbol vuelve exactamente al mismo sitio donde crecía. Algunos clientes incluso rentan el mismo árbol año con año.
Gracias a este modelo La Cima del Rocío recibió uno de los premios Bóscares 2025, un reconocimiento nacional a iniciativas forestales con impacto ambiental, social y de conservación. El proyecto también protege fauna, como gato montés, cacomixtle, correcaminos y águila, por lo que el área solo recibe visitantes con cita para evitar estrés en el ecosistema.
Aunque su modalidad es distinta a la de Rancho Las Palomas, ambos proyectos comparten objetivos: producción local, manejo responsable y generación de empleo en comunidades rurales.
También comparten un mensaje clave para la ciudadanía: elegir árboles mexicanos evita plagas que pueden llegar con ejemplares importados y fortalece la actividad forestal comunitaria.
Bosque vivo
Para los productores de la Ciudad de México la invitación es clara: esta temporada optar por un árbol natural de “raíces mexicanas” es apoyar directamente a las familias que trabajan en el manejo forestal, evitar la huella ambiental del PVC y reforzar la salud ecológica del suelo de conservación.
Cada compra contribuye a que las plantaciones sigan reforestándose, las comunidades mantengan sus ingresos y la ciudad conserve zonas verdes esenciales para su futuro hídrico.
En una capital donde el crecimiento urbano históricamente presiona al bosque, estos proyectos muestran que la producción sustentable es posible y necesaria.
Un árbol natural en casa no solo huele a Navidad: huele a bosque vivo, a trabajo comunitario y a un ecosistema que se mantiene en pie gracias a quienes lo cuidan todo el año.

