En medio de jaloneos que rayan en violencia, el trasfondo real del problema magisterial es más preocupante de lo que se supone: las finanzas públicas han llegado a su límite. De ahí el salto cualitativo de relaciones del Estado con sus trabajadores: de la política de bienestar al déficit presupuestal.
No se trata de un fenómeno único. En Europa, América Latina y EU el Estado de bienestar ha llegado a su fase de crisis de financiamiento. Lo peor es que no se trata de un asunto ideológico, que tenga que ver con el conservadurismo no paternalista o el neopopulismo ex socialista, sino de un asunto de sumas y restas: la recaudación fiscal es insuficiente para pagar el bienestar social, a menos que se acuda a la impresión de dinero o a la deuda externa que luego se tiene que pagar con más costo social.
Peor aún, el mundo occidental se enfrenta a una profunda crisis del pensamiento económico. En la crisis de la gran depresión de los años veinte la salida la dio Keynes con su propuesta de abrir un hoyo para tapar otro y con ello generar salarios que se convirtieran en demanda y que esta estimulara la oferta. Los neokeynesianos siguen recomendando lo mismo —con el premio nobel Paul Krugman al frente—, pero sin lograr la reactivación del crecimiento económico.
Las finanzas públicas no son una liga que se estira, y aun esta lo hace hasta romperse. Hasta ahora el pensamiento económico progresista operó sobre la economía del gasto público y creó una estructura neopopulista para ir subsidiando el bienestar de los sectores más pobres, pero sin generar mayor estructura productiva. El problema estalló cuando los ingresos no alcanzaron a cubrir los gastos.
Dos sopas
Las marchas en España, Italia, Portugal, Grecia y México contra la austeridad son parte del desánimo público, pero no podrán vencer la realidad económica: el fracaso de la socialdemocracia no se localiza en la idea del Estado de bienestar, sino en la irresponsabilidad de los gobernantes de esa corriente de pensamiento progresista para tomar decisiones con el sentimiento y no con la racionalidad.
En realidad, los gobernantes debieron aumentar los ingresos públicos antes de poner en marcha programas asistencialistas. Antes del colapso de 2010, la España socialista de Rodríguez Zapatero se puso a regalar dinero porque suponía que el superávit iba a ser infinito; hoy el gobierno conservador de Mariano Rajoy tiene que aplicar la austeridad porque el dinero se acabó.
La crisis en realidad no es de la filosofía económica del bienestar, sino de la política económica operativa. En el periodo 1973-1981 los gobiernos neopopulistas de Luis Echeverría y José López Portillo gastaron de más en programas sociales, pero el primero los financió con déficit presupuestal y el segundo con deuda externa; cuando ambas estrategias se vieron con arcas vacías, la crisis estalló por la imposición de políticas de austeridad.
El gigantismo sindical público lo exhibe el sindicato de maestros. En términos generales habría 1.5 millones de trabajadores de la educación; si suponemos un salario mensual de 15 mil pesos, un aumento de 10% sería de mil 500 pesos y en total se necesitarían dos mil 250 millones de pesos. La salida no debiera ser el control salarial, sino el replanteamiento del pensamiento de la política económica. Y no hay más que de dos sopas: o se aumentan los ingresos o se reduce la planta laboral.
Ahí es donde los partidos y élites intelectuales debieran dirigir sus energías y no en marchas que sólo irritan y no llegan a soluciones. El Estado de bienestar necesita otro pensamiento económico.