La confirmación de la muerte de casi 400 civiles sirios como consecuencia del uso de armas químicas, en este caso bombas de gas sarín, que provoca la parálisis del sistema respiratorio, ha venido a precipitar la crisis que se vive en ese país y aquella región del mundo.
La utilización de ese recurso bélico por parte del Ejército del tirano Bashar al-Assad, confirmada mediante pruebas que aportaron tanto los servicios de inteligencia de Estados Unidos como inspectores enviados por Naciones Unidas, demuestra que la continuidad del genocidio solo puede ser contenida por una acción de fuerza procedente desde el exterior.
Ni China ni —menos aún— Rusia han actuado con firmeza en el Consejo de Seguridad de la ONU para tratar de frenar la escalada de violencia que también se ejerce del lado de los insurrectos contra adversarios y población civil afín a la dinastía de los Assad.
Sobre todo Rusia, una vez recuperado cierto prestigio mundial y diplomático internacionales, ha retomado sus así consideradas áreas de influencia y aliados históricos: en este caso, al igual que Serbia, Siria cumple un papel de avanzada de los intereses de la antigua Unión Soviética que ahora, sin ideologías de por medio, siguen en esa función.
Las rivalidades geopolíticas entre Rusia y Estados Unidos persisten. Con o sin Guerra Fría hay claros desencuentros, como la protección diplomática en Moscú a Edward Snowden y la muy delicada información que tiene consigo. Esto es de particular relevancia considerarlo, pues en sentido estricto —claro que sin los niveles de tensión de aquellos años— las confrontaciones y disputas persisten con los mismos actores y en los mismos escenarios.
La Rusia postsoviética persiste en no admitir o asimilar cercanía o proximidad colindante a sus fronteras de aliados o potenciales aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte y gobiernos afines a Estados Unidos.
Este país, a su vez, reclama protagonismo en aquellas zonas donde de manera fundada existen amplios márgenes de tolerancia e incluso fomento a las actividades de organizaciones terroristas enemigas de sus intereses.
Experiencias
Estados Unidos y el gobierno de Barack Obama, a diferencia de las anteriores invasiones —Irak y Afganistán— busca en el caso de Siria un consenso más amplio no solo en los indispensables foros diplomáticos sino también en las zonas colindantes, sobre todo con Turquía, que tiene el papel clave de aliado e integrante con pleno derecho en la OTAN.
Sin embargo, la muy posible acción bélica de Estados Unidos y sus aliados, sobre todo Inglaterra, traería una cruel continuidad de inestabilidad política, social, económica, ambiental y militar, iniciada desde la invasión soviética en diciembre de 1978 a Afganistán.
De entonces a la fecha se han sucedido cambios geopolíticos profundos en la región, pero los bandos alineados con las dos potencias de la Guerra Fría permanecen. El papel de contención limítrofe de Siria con Israel, aliado indiscutible de Estados Unidos, siempre ha provocado rivalidades entre Washington y Moscú, por ejemplo.
Las calamidades producto de una guerra, de cualquier tipo, origen o denominación, se acentúan en la población civil, la mayor parte de las veces ajena del todo a los verdaderos motivos del conflicto. Cientos de miles de sirios han escapado a Turquía y otras naciones de la región. Es fácil imaginar lo que una intervención abierta desde el exterior puede provocar. Sobre todo si se toman en cuenta las muy recientes y vigentes experiencias de Irak y Afganistán.
¿Hay lecciones aprendidas para los dos bandos principales?