Mucho se ha escrito sobre la muy afortunada jornada electoral en la que no se cumplieron los presagios de violencia que parecían no solo inminentes, sino incluso generalizados: escenarios listos para la cancelación de los comicios en uno o varios distritos; se dio por descontado además un anormal abstencionismo, como producto del temor a salir de casa hacia la urna para emitir el voto. Ninguna de estas variables se presentó, ni de forma extensa ni descontrolada.
Menos de 1% de las casillas no pudieron ser instaladas. El flujo de votantes fue constante y al cierre de las casillas el escrutinio y transportación de los paquetes electorales también se realizó sin novedad.
Hay varias razones que pueden explicarnos este cambio de ambiente tan marcado. A poco más de una semana de distancia de los comicios no hay duda de que la operación política para contener posibles expresiones de violencia intimidatoria resultó un éxito.
Pero también, y tan o más importante, resultó la decisión de que a petición de las autoridades locales, estatales, federales y electorales se presentaran las Fuerzas Armadas y la Policía Federal para desmotivar a los grupos radicales que de forma dictatorial pretendían impedir que la ciudadanía ejerciera una de las principales conquistas históricas, como es el libre derecho al ejercicio del voto. Sobre todo, por su capacidad de despliegue y adiestramiento, el Ejército fue un actor clave para que la democracia mexicana viviera uno de sus capítulos históricos más representativos y distintos de los últimos 30 años.
Corresponder
En efecto, los sufragios destinados a nuevos partidos políticos, a los candidatos independientes (con o sin partido político de respaldo), a los partidos tradicionales y en general a las opciones disponibles se dieron gracias a que se tuvo la condición natural que toda democracia requiere el día de las elecciones: paz y seguridad.
La confianza es uno de los principales recursos con los que cuentan las autoridades para hacerse valer como tales y, por tanto, consolidar y ampliar día con día sus bases de legitimidad.
Y eso fue lo que precisamente aportaron las Fuerzas Armadas el pasado 7 de junio en todo el territorio nacional, con especial énfasis en aquellas zonas que podían de una forma o de otra alterar el ambiente propicio para la jornada cívica.
Hubo, desde luego, roces y algunos choques, pero la presencia activa y respetuosa de los militares representó un respaldo invaluable para la autoridad local, principal responsable de garantizar la paz. Tampoco nos enteramos de actividades criminales ese día, ni aun en las zonas de alta inseguridad pública, lo que evidencia que las Fuerzas Armadas —y en particular el Ejército— han logrado adquirir en muy poco tiempo la capacidad para apoyar (que de ninguna manera es lo mismo que sustituir) a las instancias directamente encargadas de atender la paz en municipios y estados de la República.
Es crucial que para la próxima agenda legislativa, y en estricta consonancia a las exigencias de una dinámica que en este mes cumple diez años (desde la aplicación de la operación México seguro), de una buena vez la Cámara de Diputados tome en serio y a fondo la adecuación y en su caso creación de un marco jurídico apropiado para que las Fuerzas Armadas puedan cumplir con plena certeza jurídica las tareas que la autoridad civil les impone.
Los militares han cumplido, no hay ninguna duda al respecto. Llegó el momento de corresponder. La incertidumbre jurídica no aporta consistencia política.