A veces me pregunto: ¿por qué llegaron a mí estos escritos clandestinos de Drieu? Luego de mi peregrinaje a la Patagonia con sus cíclicos retornos, cuando me han sido otorgados por un donante secreto, quien los ha resguardado, en un montículo de la venerable cultura Maya —donde los he encontrado o se han manifestado—, en mis excursiones de buceo a varios de los cenotes sagrados en que la práctica submarinista adquiere mayor dificultad, sin contar otras rutas que he cumplido en mi marcha itinerante, que me han llevado al mismo lugar en un recorrido circular, la respuesta es insondable y forma parte de mi destino ante la estupefacción de la “inteligencia estúpida” que critica Drieu y que Aquilino Duque, Premio Nacional de Letras en España, llama “la idiotez de la inteligencia” en uno de sus libros.
Al término de las indagatorias sobre la clave de este descubrimiento literario tan significativo, tengo dos respuestas: una, la referida a que el tesoro solo se muestra a quien es digno de conocerlo, aun sea como una maldición de acuerdo a la saga de los filibusteros; otra, que hay una profunda afinidad, que ya he señalado, entre el ser del escritor francés y mi propia forma de sentir el mundo.
Dice Drieu: “Desde niño nunca pude entender el valor de las cosas, de la amistad, de la franqueza, de luchar limpiamente si no está unido a la belleza; de tal forma, que no tengo un convencimiento moral del mundo, ya que todo depende de que sea bello y tal vez terrible”.
Continúa: “Uno de los aspectos más importantes para mí de todo credo religioso, ético, político o de cualquier índole es que se funde la concepción, más que de lo verdadero y de lo bueno que dice Platón, en la perfección inmaculada y alada de la belleza”.
En este punto tan importante, y que yo comparto aun con las “abominaciones” que he hecho en mi vida, es que es más importante lo bello que lo bueno y que lo verdadero solo tiene significado si revela la autenticidad del ser.
Esto es, ¿qué valor tiene ser “bueno” en un mundo de canallas? Quizá los bienaventurados lo sepan, los que se retiran del mundo, los que viven en desiertos, en algares, en rincones boscosos, en el bunker de un estudio…
Sentencia
Lo de la santidad lo veo dolorosamente lejano: he sido un guerrero, no un brahmán. Más cuando niño quise ser santo y misionero.
Afirma Drieu sobre el tema: “La verdad, si esta significa mostrar el fondo del alma y no esa innoble acepción sobre la adecuación de la mente a la cosa, es que el fascismo, en su idealización del hombre nuevo, de la acción privilegiada, de la inteligencia aristocrática, es hermoso, y por eso soy fascista. Lo bello no tiene nada que ver con el libre comercio del liberalismo o la lucha de clases de proletarios codiciosos que forman el tropel de la plebe comunista”.
Y agrega: “He estado a favor del ideal social en cuanto que este permita a una masa de hombres alzarse sobre sí mismos, lo que es opuesto a una forma anestesiante de vida que los aleje más de las montañas, del mar, del cielo, del misterio de la naturaleza. El bautizo del fuego reside en la comunión con la naturaleza”.
Considera que un factor esencial para la armonía colectiva es la necesidad de la belleza: “Ninguna sociedad puede vivir negando la belleza. Esta es una verdad tan esencial, que generalmente no forma parte de ningún programa político habitual y en ello debo reconocer que el fascismo lo expresa más que ninguno de los mitos políticos al subrayar que la vida es una aventura para almas grandes y excepcionales, siendo la naturaleza el centro de su concepción”. ¿Qué mayor belleza puede existir que proclamar que el hombre debe ser héroe o santo?
He determinado que me corresponde ser depositario de estos textos, ya que mi vida, con su osadía arrojada, su guantelete de hierro, su vía de la mano izquierda, su culto solar, sus abismos y tropiezos, ha sido siempre fiel a la belleza. Y en ello es muy clara la sentencia de Drieu: “Nunca podré renunciar a la belleza, aunque me cueste la vida”.