Un mate en la Casa Rosada

Cada país tiene su ónfalo, el centro de sí mismo, el símbolo del mito del origen.

La Casa Rosada
Foto: Internet
José Luis Ontiveros
Columnas
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Cada país tiene su ónfalo, el centro de sí mismo, el símbolo del mito del origen. Y eso es la Plaza de Mayo en Buenos Aires, donde la catedral se ventila bajo los andamios y sus columnas corintias para lavarla y pulirla, dada la admiración y entusiasmo que provoca en la sique argentina que hoy el máximo representante de la Iglesia católica, el Papa Francisco, tenga como signo de identidad la patria de Martín Fierro.

Aproximándose a la Casa Rosada, el orden arquitectónico del poder político, arquitectura y poder, pues si la arquitectura es “la morada del ser” según Martin Heidegger, los edificios que recogen ese emblema son a la vez memoria y presencia, desde su balcón, cualquiera de ellos y uno específico, Perón hablaba a los descamisados y Eva Duarte de Perón entraba en comunión ferviente con el inconsciente colectivo, como nadie lo ha hecho, y nadie lo hará, pese a que la actual presidenta Cristina de Kischner se proponga rehacer esa catarsis desde un peculiar peronismo de izquierda.

Sobre el edificio se observan las huellas de las balas. Nadie se ha propuesto en los mandatos diversos componer los huecos discretos que dejó la Marina de Guerra —en 1955, cuando bombardeó la Casa Rosada y se ametralló a la multitud enardecida—. Esos raspones sobre la fachada son como las cicatrices de un cuchillero que no quiere olvidar sus combates.

Hay de todo cuando los edificios son heridos por la guerra. Había quienes en las postrimerías del franquismo sostenían que no se debió rehacer el Alcázar de Toledo para recordar la gesta del coronel Moscardó y de su hijo Luis, fusilado por los pelotones rojos, a menos que se rindiera el Alcázar, a lo que su padre se negó en un diálogo estremecedor. En esos tiempos aún se publicaba El Alcázar, el diario de la línea dura de la vestigial Falange y del desvencijado nacional-sindicalismo.

En 1955 la Casa Rosada fue acosada por una parvada de balas negras que se subieron sobre sus muros como sombras acechantes, impactaron y quedaron ahí, pero nadie sabe ya qué fue de sus autores y sí, en cambio, queda in illo tempore el nombre de Perón y las exégesis que ha merecido el justicialismo que de su Tercera Posición ha pasado a una bifurcación en la disputa por el linaje y la heredad. Nadie sabe aún cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler…

Registro

A la manera de las plazas mayores latinoamericanas, se levantan tenderetes y estanquillos de protesta. Hay uno de los veteranos de Malvinas, que reclaman sobre sus derechos. Es el más notorio. Los protestatarios son hombres curtidos que solo piden se tenga en cuenta que estuvieron en los campos fríos de la isla tomada por el pirata inglés, lo que no es una petición desmedida si se piensa en que el irredentismo de Malvinas se ha convertido en una causa ya latinoamericana.

Esta es la patria de Perón, pero también del zorzal criollo —de Carlos Gardel— que “cada día canta mejor”.

Lejos está Rosas y sus cargas de lanzas y el letrado Sarmiento construyendo una Argentina de Europilandia. Una Argentina que ya no quiere descender de los barcos, sino de un mate tomado en los pagos de la criollada, una Argentina latinoamericanista y que proclama la Patria Grande.

Hay futbolistas célebres que han tomado el mundo como balompié y alguno que no paga sus impuestos más allá del Atlántico, y pilotos de carreras, lo que ya no da cupo para boxeadores como Monzón.

Argentina permanece en esos muros intemporales de la Casa Rosada; es el registro de su historia, el pulso interno de sus pasiones, la escritura invisible de un ciego.