EL DERRUMBE DEL PASADO

Entender la naturaleza humana pasa por aceptar no solo nuestra capacidad para lo más sublime sino también para lo más despreciable.

Juan Carlos del Valle
Columnas
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En un acto de protesta extendido por varios países, decenas de estatuas de figuras históricas asociadas con el colonialismo, la esclavitud y el racismo fueron recientemente vandalizadas: derribadas de sus pedestales, decapitadas, quemadas o pintadas. Estos sucesos generan polémica. Están quienes afirman que retirar estas estatuas implica borrar la historia y la condena a repetir el pasado; y también están los que creen que dejarlas en sus pedestales significa la perpetuación y normalización de la opresión y la injusticia. Esta cuestión detona una discusión compleja en torno del sentido de revisitar el pasado y al valor patrimonial y artístico de una obra, más allá de las ideas o personas que estén representadas en ella o de la estatura moral de su creador.

Es muy posible que la condición estética, capacidad poética o valores plásticos de una obra de arte sean de gran calidad pese a que esta se considere moralmente incorrecta conforme a los códigos e intereses de un tiempo o lugar determinado. Lo mismo aplica en el sentido inverso: existen obras de baja calidad al servicio de la corrección moral, política o económica.

Hay innumerables ejemplos de obras del pasado que de acuerdo a los filtros morales de nuestra época resultan inconvenientes, ofensivas, inmorales e incorrectas. Más allá de su mérito artístico o la importancia histórica que puedan tener, Hylas y las ninfas (1869), de John William Waterhouse, o Theresa soñando (1938), de Balthus, son solo dos ejemplos de obras que actualmente generan controversia por sus temáticas y la edad de los personajes representados. Cuando el año pasado la catedral de Notre Dame de París fue consumida por las llamas hubo muchos que celebraron la caída metafórica de la institución religiosa, sin importar que se tratara del derrumbe de una de las joyas arquitectónicas de la humanidad.

Más aún: la calidad de una obra de arte es ajena a los juicios morales que puedan hacerse de su creador. Entre los grandes artistas de la historia es larga la lista de quienes han sido etiquetados como criminales, racistas, xenófobos y misóginos. Si nos dispusiéramos a juzgar todas las obras de arte del mundo y a descartarlas, no en función de las propias obras sino de ciertas conductas de sus autores, ¿cuántas se salvarían? Probablemente las salas de los museos quedarían vacías. Y lo que hoy se desechara por considerarse inmoral quizá sería recuperado en un futuro a la luz de un código moral distinto. Los desnudos escultóricos de la antigüedad clásica representaban el honor y la virtud cuando fueron producidos; la desnudez de esas mismas esculturas en el siglo XV pasó a representar el vicio y el pecado. Oscar Wilde —quien pasó de ser juzgado y encarcelado por su estilo de vida considerado indecente, a ser reivindicado póstumamente— escribió: “No hay libros morales o inmorales, sino libros bien escritos o mal escritos”.

Símbolos

Lo cierto es que los códigos de moralidad, y los sistemas económicos y políticos que los hacen cumplir, son cambiantes y ambiguos. La única constante acerca del poder es que es siempre manipulador. El poder busca conservarse a sí mismo, sin importar quién lo ostente. Todas las causas, por muy buenas, bellas o verdaderas que sean en su origen, se desvirtúan al estar en manos del poder. Es decir, todo afán de descolonización conlleva una recolonización a través de la implementación de un nuevo sistema.

El arte tiene una extraordinaria potencia simbólica y los símbolos son instrumentos importantes al servicio del poder. De ahí la enorme violencia de gestos tales como quemar libros o construir catedrales encima de pirámides. El esfuerzo por debilitar determinados símbolos es natural en toda lucha de poder. Asumiendo esto, ¿debe el artista ignorar la responsabilidad que tiene en ese sentido?

Entender la naturaleza humana pasa por aceptar no solo nuestra capacidad para lo más sublime sino también para lo más despreciable. El arte es testimonio y vehículo de esa contradicción. Es también memoria y un canal extraordinario de transformación. Luchar por un mundo más equitativo, más justo y más sano es la gran oportunidad que nos ofrece la vida. Los verdaderos cambios solo podrán originarse desde una auténtica toma de conciencia y un pensamiento más libre e independiente. Revisar el pasado solo tiene sentido si sirve para explicar un presente, crecer y mejorar a partir de ahí.