LAS PENAS CON PAN SON MENOS: EL ALMUERZO DESNUDO

El alimento es tan contemporáneo como el hombre mismo: a la vez mutable y permanente.

Juan Carlos del Valle
Columnas
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Juan Carlos del Valle

Reunirse a comer ha sido parte integral de la historia humana desde sus orígenes más remotos. En todas las culturas el acto de compartir los alimentos trasciende la supervivencia básica y la mera nutrición física del cuerpo. En torno de la comida celebramos las ocasiones más especiales, forjamos amistades, nos enamoramos, nos divertimos y llevamos a cabo rituales sagrados. La relación entre la comida y el amor es estrecha y antigua; tanto es así que en México recordamos a los muertos amados dejándoles en un altar sus alimentos favoritos.

El alimento y su enorme potencial simbólico ha sido siempre una de las exploraciones más centrales y consistentes de mi trabajo. “Quien sabe dibujar bien una manzana sabe dibujar cualquier cosa”, decía mi maestro. Así, fue a través del dibujo obsesivo de bodegones durante mis años de estudiante que empecé a atisbar uno de los principios más importantes de la pintura: la comprensión tonal.

Ya desde esa época y hasta el presente me ha seguido interesando problematizar y resignificar el género de la naturaleza muerta, indagando en la sicología de los alimentos que retrato, en su humanización: ¿qué hay de humano en un pastel de chocolate, en un trozo de queso, en un helado que se derrite? ¿En verdad somos lo que comemos o comemos lo que somos? He explorado el alimento elemental, como el pan, y también el industrial y procesado, como las golosinas y pastelillos. Lo divino y lo animal —el espíritu y la carne— están contenidos simultánea y contradictoriamente en los alimentos y en ese sentido revelan la naturaleza y condición misma del ser humano. A través de los retratos de alimento busco romper los códigos que están arraigados en el inconsciente colectivo, jugar con las apariencias y la realidad para abrir nuevas posibilidades de lectura ante el espectador. El alimento es tan contemporáneo como el hombre mismo: a la vez mutable y permanente.

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Es por eso que cuando Boris Viskin y Alfonso Mena me invitaron a participar en una muestra titulada El almuerzo desnudo —en alusión a la novela de William S. Burroughs— me interesó de inmediato. Ubicado en el corazón de Santa María la Ribera en la Ciudad de México, el espacio de Acapulco 62, concebido y manejado por artistas, nació hace dos años en la colonia Roma en la calle y número que le dio su nombre. Después de haber cerrado sus puertas durante más de siete meses debido a la crisis sanitaria la galería reabrió al público con esta exposición presencial (del 31 de octubre al 22 de noviembre) cuya premisa fue “con cautela y de a poquitos, reinventar el encuentro” mediante la articulación de obras de cinco artistas de distintas edades en torno de cinco mesas: una para Franco Aceves Humana; otra para Daniel Lezama; otra para Helio Montiel; una más para Manuela García; y la mía. Y aun siendo artistas de muy diversas aproximaciones plásticas y estéticas el tema en común para todos fue la comida. Por mi parte se presentaron tres obras: una fritura de maíz, un rollo de sushi y una crema de cacahuate embadurnada con mermelada. La exposición, coordinada por Erika Durán, estuvo acompañada de un apetecible texto introductorio del curador José Manuel Springer, planteado a manera de narración imaginaria de un banquete pictórico.

Independientemente del interés natural que me provocó el eje curatorial de la muestra, encontré esencial la iniciativa de reactivación, tanto del mercado del arte como del delicado engranaje que lo sostiene, de establecer lazos de colaboración y diálogo creativo con otros artistas y de compartir —aunque todavía con extrema prudencia— el pan con ellos y con el público, para así paliar las penas.