OJOS VEMOS, CUBREBOCAS NO SABEMOS

El verdadero encierro es el miedo que habita en nosotros.

Juan Carlos del Valle
Columnas
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En un afán por mitigar los efectos devastadores que tiene el confinamiento en la economía y en la sociedad hay un intento por reactivar el modo de vida prepandémico. Sin embargo, lejos de haberle ganado la batalla al virus, sigue habiendo incertidumbre sobre la vacuna, no hay aún un tratamiento eficaz y las cifras de contagios y muertes continúan en alza. En muchos sentidos estamos peor de lo que estábamos al principio. Nos encontramos frente a una paradoja todavía irreconciliable, puesto que la supervivencia económica y social del sistema depende de su reapertura, a la vez que dicha reapertura sigue siendo una amenaza para la supervivencia.

Producto de este anhelo de normalidad —noción ya de por sí cuestionable— en un momento en el que no puede haberla surgen dinámicas sociales incongruentes: empiezan ya a circular en las redes sociales fotografías de grupos de gente reunida —y no puedo evitar preguntarme si esto revela una necesidad de validación social derivada de la falta de seguridad de estar haciendo lo correcto— y muchos han retomado los viajes, las fiestas de cumpleaños y los trabajos de oficina.

Sin embargo, no hay nada de natural en estas interacciones supuestamente normales que, aunque recuerdan a lo de antes, son muy diferentes de lo que conocíamos: están cargadas de tensión, duda, nerviosismo, culpa y evidente incomodidad. Hay un esfuerzo de readaptación vivido desde el miedo, ya que para muchos de nosotros el virus pasó de ser una noticia abstracta a una realidad cercana.

Y uno de los mecanismos del miedo es la evasión. Así, si al principio de la pandemia el miedo llevó a las personas al interior de sus casas sin permiso de asomarse ni a la puerta, ahora es la misma emoción la que lleva a muchos a actuar bajo la falsa percepción de que uno mismo o los seres queridos no pueden estar contagiados ni contagiar. Y tanto antes como ahora la actitud viene acompañada de un juicio, puesto que el miedo es moralista: se juzga a las personas que salen de casa y también a las que no salen. La muerte es el máximo temor humano y por lo tanto tememos al virus, tememos al otro que puede portarlo y contagiarlo y tememos también a la sentencia crítica y a la exclusión de nuestro grupo social, que es otra forma de muerte.

Neutral

Aceptando que sabemos muy poco acerca del Covid-19, casi todos los especialistas parecen coincidir en que medidas como el distanciamiento social, el uso del cubrebocas y el lavado constante de manos son importantes para evitar su propagación. Y si bien es entendible que estas medidas generen intranquilidad, incomodidad y disrupción, la realidad es que el virus es totalmente neutral y ajeno a nuestras emociones y sentimientos: no le importan los protocolos sociales ni la economía. Al virus lo que naturalmente le corresponde es sobrevivir, a diferencia del ser humano, que es incongruente, desconfiado y poco confiable por vivir siempre presa de sus deseos, tentaciones y miedos.

Los líderes mundiales utilizan esta sicología del miedo contra nosotros y alimentan una polaridad de posturas en aras de favorecer sus propios intereses políticos. Hace apenas unos días el mundo tenía puestos los ojos en el debate de los contendientes a la presidencia de Estados Unidos —por cierto, uno de ellos ya contagiado—, centrado en buena medida en la polarización sobre el uso del cubrebocas y la reapertura de las ciudades. Usar cubrebocas o no usarlo, quedarse en casa o salir a la calle, se ha convertido en una declaración de principios y pronunciarse a favor o en contra es equivalente a alinearse con uno u otro candidato, con una u otra ideología.

La vida es siempre cambiante y añorar el pasado es tan absurdo e imposible como querer que un río que fluye quede estático o vuelva a ser el mismo que fue. Es inútil pretender una readaptación: más vale reconocer y aceptar con ecuanimidad y templanza lo que es y hacer lo mejor posible dada la situación. El verdadero encierro es el miedo que habita en nosotros y estar afuera o adentro de casa no nos hace necesariamente más libres. La cuestión en el fondo tiene que ver con vivir desde un lugar de conciencia y responsabilidad, asumiendo el compromiso social de no seguir esparciendo negligentemente un virus que ha resultado letal para tantos.