PIENSO EN TI

“Una maestra, sabia, maga, artista; un ser humano inesperado”.

Juan Carlos del Valle
Columnas
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Durante años mucha gente creyó que Chavela Vargas había muerto. Su irreverencia y naturaleza singular —sumamente atípicas y poco vistas en una mujer de su época— dio paso a la construcción de un mito que, ahogado por el peso de la fama, el escándalo, los excesos y el juicio, eventualmente sería relegado al olvido. Es por eso que antes de conocer a Chavela Vargas en 2011 ella era para mí completamente ajena y más allá de haberla oído mencionar en alguna conversación aislada o escuchar sus canciones en películas de Almodóvar nunca había despertado en mí ningún interés o curiosidad.

Eso fue así hasta el día en que mi entrañable amiga Ysabel Galán me invitó a visitar a Chavela en su casa junto con el cantante, también querido, Fernando del Castillo; además del plan de la visita social surgió la vaga noción de quizá retratarla. El hecho de haberme separado de mi estudio y sacarme de la ciudad fue todo un logro de Ysabel. Sin muchas expectativas sobre lo que habría de encontrarme en aquella excursión y sí con el entusiasmo y ánimo festivo que caracteriza cualquier iniciativa que incluye a Ysabel y Fernando, emprendimos el camino a Tepoztlán un día soleado de primavera.

Mujer ya nonagenaria en ese entonces, Chavela había atravesado recientemente un delicado problema de salud. Ysabel me contó que, mientras Chavela se debatía entre la vida y la muerte, se había reunido en las estrellas con un Marakame que —estando también convaleciente debido a un grave accidente— le había anunciado que aún no era momento de que ella abandonara este mundo.

Cuando llegamos a su casa Chavela nos esperaba sentada en una silla de ruedas y la mirada cubierta por lentes oscuros. El encuentro fue rotundo. Si yo creí que me disponía simplemente a conocer una nueva amiga, me sorprendió toparme además con una maestra, sabia, maga, artista; un ser humano inesperado: profundamente espiritual, místico, con una carga energética totalmente fuera de los parámetros de lo habitual. Chavela estaba íntimamente conectada con la naturaleza que la rodeaba y hablaba lo mismo con la luna que con las mariposas, con amigos que ya habían muerto y con personajes literarios. Sus palabras tenían para mí un poder hipnotizante y me inducían un estado alterado de conciencia. Ella cambiaba y transitaba entre distintos planos de realidad donde los tiempos se diluían.

Luz

La visitamos varias veces más y cada visita era ocasión de gran riqueza e intensidad. Hacía exclamaciones sobre mis dedos largos y me aconsejaba que los usara para ayudar a los demás. “Todo santo tiene un pasado y todo pecador tiene un futuro”, decía Oscar Wilde. Y poco se habla de esa persona generosa, tierna, clarividente y compasiva que era Chavela. Cuando por alguna razón ella no quería ser vista, se sellaba como una lápida, impenetrable. Sin embargo, Chavela me permitió verla, infiltrarme en su universo. “¿Me regalas tu mirada?”, le pregunté. Y se quitó aquellos lentes oscuros, sonriendo.

Este vínculo natural que se forjó entre nosotros hizo que fuera posible hacer una serie de 35 retratos que trabajé en un estado de exaltación al cabo de la primera visita. Consideré que el lápiz sobre papel era la técnica más pura y honesta y la única que me permitiría captar y descargar de manera inmediata toda la fuerza emotiva que significaba Chavela. Esos dibujos los presentamos un año después, compilados en un pequeño cuadernillo; primero en el auditorio Simón Bolívar del Antiguo Colegio de San Ildefonso —donde Chavela cantó Piensa en mí— y al día siguiente en el Centro Cultural de España de la Ciudad de México —donde cantó Santa—. Ambas ocasiones resultaron ser las últimas en las que Chavela se presentó ante un público en México.

Se dice que nadie llenaba un escenario como lo hacía Chavela, fenómeno que tuve el privilegio de constatar de primera mano al haber compartido uno con ella. Con su sola presencia y el gesto de una mano irradiaba más luz que la que iluminaba su cerro de Chalchitépetl en Tepoztlán. Chavela murió en Cuernavaca un par de meses después de nuestro último encuentro, tras haber dado todavía un último concierto en la Casa de Estudiantes de Madrid. Este mes se cumplen ya nueve años de esa experiencia que recuerdo tan vívida como si acabara de suceder. Y pienso en ella, tal como nos cantó aquella noche del 6 de junio.