SI NO COMPRA, NO MALLUGUE

Puede ser desalentador navegar profesionalmente en un ambiente de permanente competencia.

Juan Carlos del Valle
Columnas
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A lo largo de 25 años de carrera pictórica he sido objeto de todo tipo de juicios, unas veces fríos y directos, y otras disfrazados de recomendaciones bienintencionadas provenientes de toda clase de personas —cercanas y extrañas, especialistas y desinformadas—: “Pintar no es una profesión”, “la pintura ya no se estudia”, “de hecho, la pintura ya no se practica”, “si vas a pintar, no pintes así, nada más exprésate”, “aléjate de esos temas”, “no expongas ahí”, “te equivocaste haciendo ese proyecto”, “no trabajes solo”, “tienes que desarrollar mejor tu discurso”, “tu pintura es una broma”, “¡hamparte!”, “esos dibujos que haces no son contemporáneos”.

He sido encasillado en fastidiosos estereotipos, a menudo contradictorios, y en la era de la omnipresencia de las redes sociales y la libre expresión anónima la plétora de opiniones no solicitadas está más extendida, es más diversa y se percibe cada vez más envalentonada.

Aunque existen quienes creen siempre tener la razón y se sienten con el derecho y el deber de instruir a los demás sin importar su conocimiento sobre alguna materia o profesión, por lo general parece impensable que alguien aleccione a un médico sobre cómo diagnosticar o tratar a un paciente, a un abogado sobre qué recurso meter para sacar a su cliente de un apuro o a un arquitecto sobre el cálculo de las cargas adecuadas para la estructura de una casa. Ante el riesgo de perder la vida misma, es difícil que un improvisado se atreva a decir a estos profesionistas cómo hacer su trabajo. En el ámbito subjetivo del arte, en cambio, cualquiera se cree facultado para hacerlo.

Y no son solo los improvisados sino también los especialistas y profesionales los que, a menudo desde un lugar de interés personal, comercial, mera soberbia o en aras de preservar un discurso institucional establecido, imponen mandatos y juicios implacables en contra del artista bajo amenaza de exclusión. En una sociedad como la nuestra —que entiende el arte como una actividad superflua y desprovista de una función real y práctica—, las instituciones oficiales y comerciales se presentan como la única vía posible para la exhibición, legitimación y promoción artística. Si un artista busca una beca, una oportunidad de exhibición o una venta necesita acatar los preceptos del sistema dominante.

Prejuicios

Una vez me dijo Guillermo Tovar de Teresa que la comparación es la medida del idiota y los juicios y directrices no solicitadas son especialmente insultantes cuando vienen de parte de los propios colegas, los cuales conocen en primera persona las muchas dificultades que ya de por sí acompañan a la carrera del artista como para encima sumarse a ellas desde un lugar de hostigamiento y rivalidad en vez de construir a partir de un espíritu de colaboración, encuentro y camaradería.

Si bien es cierto que exponer es exponerse y que algo peor que ser juzgado es pasar desapercibido, puede ser desalentador navegar profesionalmente en un ambiente de permanente competencia, invalidación, imposición y hostilidad. Dice el dicho popular: Si no compre, no mallugue. Yo creo que, aunque compre, no es necesario mallugar.

La maraña de prejuicios impide que el arte haga lo suyo y bloquea cualquier posibilidad de encuentro. La cuestión es que, a la manera de la fábula del viejo, el niño y el burro, he aprendido que sin importar lo que uno haga, es imposible dar gusto a todos y que los juicios hablan más de quien los emite que de aquello a que se refieren. Si uno pinta, en primer lugar, por y para uno mismo, el ciclo de la obra se completa cuando se encuentra con un receptor libre y abierto.