UNA MALA PELEA

La entrada al mundo del arte está condicionada y por ende reservada para un grupo selecto.

Juan Carlos del Valle
Columnas
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El arte contemporáneo, entendido como el arte producido en la actualidad, se caracteriza por cuestionar su propia naturaleza, retar los límites de su definición, transgredir las normas y principios antes asumidos como ciertos y poner en crisis a las mismas instituciones y mecanismos que permiten su producción, exhibición y comercialización y que paradójicamente lo exaltan y celebran precisamente por su espíritu transgresor.

Sin duda este carácter eminentemente crítico, autoanalítico y provocador del arte contemporáneo se traduce a menudo en una extrema intelectualización y en el dominio del discurso sobre la obra de arte, o mejor dicho: la obra y el discurso que la sostiene son, en muchos casos, la misma cosa. El abuso o deformación de este planteamiento retórico y creativo ha derivado en la sublimación de tonterías y la comercialización del sinsentido. Pareciera que sin el discurso no se puede comprender la obra y muy frecuentemente no se puede acceder al discurso sin un intérprete.

Esto explica que muy pocos logren entender, disfrutar o interesarse por el arte actual implantado por el sistema —ni siquiera quienes se supone que tienen los referentes académicos e intelectuales para hacerlo— y visitar una exposición de arte contemporáneo suele ser una experiencia o bien superficial y pletórica de selfies (más cerca del espectáculo y del entretenimiento que del arte) o bien frustrante y aburrida por resultar inaccesible. El discurso supuestamente agudo y profundo contenido en mucho del arte contemporáneo se vuelve inalcanzable para el público, minando la labor pedagógica de los museos, manipulando y dejándose manipular por el mercado y, lo más grave de todo, anulando cualquier proceso genuino de comunicación artística.

Solo algunas figuras en lo más alto de la jerarquía entienden o simulan entender con gran aire de suficiencia lo que está ocurriendo y su círculo de operadores cercanos asienten, aplauden e imitan en automático. Existe una cruel complicidad que permite el eficiente engranaje del aparato del arte contemporáneo.

Sacrificio

Así entonces la gran mayoría del público se siente ignorado e ignorante, burlado e incapaz de llegar a aquel verbilocuente discurso que se está planteando con mucha soberbia desde las grandes instituciones artísticas. Hay desde luego elitismo y egoísmo en esa actitud, puesto que la entrada al mundo del arte está condicionada y por ende reservada para un grupo selecto. Y a nadie le gusta ser rechazado, silenciado o intimidado.

Es por eso que, como reacción a ese sistema dominante, surgió una postura antagónica con la misma intensidad y en sentido contrario. Se trata del otro polo del espectro, aquel en el cual se valida el desconcierto del público y se exhorta a los espectadores a descalificar cualquier manifestación artística que escape a su gusto o comprensión inmediata; más aún, a descalificar cualquier manifestación artística contemporánea en general. Así tampoco sucede ningún proceso de comunicación efectiva. Si en la primera postura es el emisor del mensaje el que resulta dictatorial e inaccesible, en la postura opuesta es el receptor el que se cierra, dando pie a descalificaciones simplistas, destructivas e irreflexivas que provienen de un lugar tan vano y egocéntrico como el de sus opositores. El resultado es un grupo de falsos críticos empoderados desde la ignorancia que se expresan a través de insultos gratuitos y hostilidad: “¡Hamparte!”, exclaman, “¡eso lo puede hacer hasta un niño!”

Como ocurre también en el ámbito de la política los polos se encuentran invariablemente en el mismo lugar de intolerancia, prejuicios y exaltación del ego; allí donde todos quieren tener la razón y a pesar de proclamar ideas tan diferentes son radicalmente similares en sus dispositivos de simulación, imposición y hasta de monetización. Se encuentran los contrincantes en una suerte de ring imaginario para dar una mala pelea. El arma de unos: la soberbia y la autoridad institucional; y la de los otros: los insultos y la defensa del público indignado. Lejos de conciliarse, desde la lucha de los egos, las posturas y los dogmas se reafirman y se polarizan cada vez más.

Así, en vez de ser un espacio propicio para la diversidad, el análisis y la expresión libre y educada el sistema del arte se convierte en una sátira de sí mismo. Y la pérdida es enorme, puesto que además de tiempo, energía y dinero la mirada se nubla de prejuicios, desperdiciando la oportunidad de dialogar abiertamente, de aprender del otro y crecer desde ahí; se sacrifica el sentido mismo del arte.