Hay muchas formas de medir la efectividad y la legitimidad de una democracia electoral. Son muchos los criterios: equidad en la contienda, imparcialidad de la autoridad, reconocimiento a la validez de los comicios, niveles de participación… El inventario de criterios sería vastísimo, pero hay uno que da cuenta de la calidad democrática de los procesos: ese es el grado de violencia en las campañas.
Durante el periodo de proselitismo previo a las elecciones del 7 de julio se tuvo noticia de casi 20 homicidios de candidatos o personas vinculadas a las actividades de campaña.
Ninguno de los casos ha sido esclarecido.
Es un hecho que el encono interpartidario no es razón suficiente para explicar el fenómeno. En los últimos años y meses, el país ha estado inmerso en un contexto de violencia en varios estados. Algunos de los casos se han atribuido al crimen organizado y se ha hablado de presiones y atentados en contra de diversos aspirantes a cargo de elección popular. Esto es, el número de casos no es atribuible a causas puramente políticas y/o partidarias.
Pero también hay que decir que el número aun así es muy elevado para un país que ha ensayado tantas formas legales que permitieran que las campañas se diriman y realicen en un clima de civilidad.
No se pueden mirar estos hechos como el de un muerto por allá y un muerto por otro lado. Es una severa llamada de atención en el conjunto a la calidad de la democracia mexicana que no se agota en las elecciones federales y en lo que hagan o deje de hacer el Instituto Federal Electoral (IFE). Las autoridades electorales estatales deben ser sometidas a una revisión de fondo. Por igual, debe haber reformas legales que acoten la injerencia de autoridades locales en los comicios mediante su ejercicio de la función pública. Esa conducta es aplicable a los tres grandes partidos, incluso a los chicos, y es fuente de encono y de rabia colectiva la impunidad de esas autoridades.
Fantasmas
Luego no nos asombre que haya violencia, sobre todo en elecciones locales donde, paradójicamente, la competencia es más intensa y a veces más desbordada, fruto de viejas y muy personales rencillas.
Bien dicen los norteamericanos que toda política es local. Por eso mismo no puede pasarse por alto lo que ha venido sucediendo. Las dirigencias nacionales de los partidos han puesto también su granito de arena en esta situación, a través de acusaciones magnificadas y en ocasiones, la mayoría, infundadas.
Disminuir o minimizar la importancia de los acontecimientos aquí señalados, en lo público o lo privado, es una contribución al fortalecimiento de una cultura de violencia en la política, que hace muchos años debería estar erradicada de la escena nacional.
Y si para colmo de males esa violencia se combina con impunidad, en cada elección nos seguirá persiguiendo el fantasma de Luis Donaldo Colosio y la sospecha de candidaturas y partidos vinculados a actividades ajenas a la política y de carácter eminentemente delictivo. Todos los actores políticos son responsables de impedirlo o de que esto continúe ante la general indiferencia.